Cuando llegué de vacaciones, lo primero que me llamó la atención fue que todo un departamento de mi empresa había sido trasladado a otra parte del edificio, a unos despachos mejores y más nuevos. Ahora da bastante mal rollo atravesar la planta donde estaban, que se ha quedado casi desierta, como si hubiera habido un holocausto nuclear, un ataque zombi o la empresa hubiera quebrado.
Lo que todavía no he decidido es qué me preocupa más: que mientras a otros los premia con un lugar mejor de trabajo la empresa nos explote a mi y a mis compañeros de departamento en nuestros cubículos grises y claustrofóbicos; que la política de traslados sea el preludio de futuros recortes de presupuesto y personal; o que mientras camino por los pasillos vacíos no dejo de mirar al suelo en busca de una escopeta flotante por si se me aparece un demonio de otra dimensión...
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