26 de octubre de 2006

La metamorfosis



Al despertar el Inadaptado una mañana, tras un sueño intranquilo, se encontró en su cama convertido en... un perro. No en un monstruoso insecto, con todas las implicaciones literarias, freudianas o lo que querais ver en la putada que le hizo Kafka a Gregorio Samsa. No. Era un vulgar chucho casero, domesticado, cuyos instintos animales se reducían a mear en los árboles y oler el culo a otros chuchos. Uno de esos que sería incapaz de sobrevivir por su cuenta en la calle pero que tampoco es capaz de aprender trucos con los que impresionar a los amigos del dueño. En definitiva, un perro vulgar y corriente.

Su familia se lo tomó bastante a bien, dadas las circunstancias. De hecho a su madre le encantó la idea de tener por fin controlado a su díscolo hijo, tan aficionado a vivir lo más lejos posible de su pueblo natal. Eso y que dependiera casi completamente de ella, claro. Sí, bueno, ahora ya no podría darle nietos (ser abuela era uno de sus máximos anhelos en esta vida), pero estaba tan indefenso como si fuera uno. Y eso le bastaba. No estaba tan de acuerdo con esto su padre, quien había esperado más de él como humano, aunque en el fondo le gustaba tenerle otra vez cerca. Pese a que en esa familia fueran tan poco dados a las muestras de cariño, se echaban de menos. Por su parte, la hermana pasaba de todo. Para variar.

En un principio al Inadaptado no le pareció tan desagradable la transformación. Después de tantos años buscándose la vida por su cuenta (aunque siempre tuvieran que ayudarle, pero eso es un tema aparte) resultaba relajante que cuidaran de él en todo momento. Ya no tenía que preocuparse del trabajo, el alquiler, los compañeros de piso, la limpieza, las compras... Se podía pasar el día tumbado en un rincón, rascándose o persiguiendo polillas en el patio de atrás, esperando a que llenaran su plato de comida y lo sacaran a pasear por la tarde. Una vida ociosa a la que no le hacía ascos, ya que, admitámoslo, siempre había sido un vago de cojones.

En seguida empezó a desfilar toda la familia por su casa para verle, primero con cierta timidez y luego con más naturalidad en cuanto se fueron acostumbrando al cambio. Algunos de ellos hacían mucho tiempo que no le veían, por lo que en realidad no es algo que les importara demasiado. Muchos iban por cumplir y punto. Sin embargo todos coincidieron en lo mono que era y en lo saludable que parecía, preguntando si ya sabía dar la patita o alguna chorrada semejante (y, esto ya en voz más baja para que no les oyeran, si se meaba en los rincones o si pensaban castrarlo). Al Inadaptado le gustaba que vinieran a hacerle caricias, pero las visitas le aburrían sobremanera. A fin de cuentas se limitaba a quedarse en el centro del salón mientras los demás hablaban de asuntos que no le importaban una mierda y en los que ni siquiera podía opinar. Porque, no lo olvidemos, los perros no hablan.

Fue esto, precisamente, lo primero que le hizo darse cuenta de que ser una mascota no era tan satisfactorio como creía. Ni mucho menos. No es que antes hubiera sido muy hablador (más bien al contrario, muchas veces había que arrancarle las palabras), pero el hecho de no poder comunicarse más que por ladridos resultaba muy frustrante. Aunque su familia había aprendido a entender sus necesidades básicas (comer, mear, rascarle el cogote), era realmente difícil hacerles llegar mensajes más complejos. Y además tampoco podía hacer nada por su cuenta ya que, después de todo, sólo era un vulgar chucho con patas en vez de manos. Sin cómics, internet o salidas esporádicas a su pub favorito (muy lejos ahora, sobre todo porque no admitían animales), pronto su nueva vida comenzó a parecerle tremendamente aburrida. Ya no digamos cuando se dio cuenta de que no podía hacerse pajas...

Sin embargo eso no fue lo peor, ni mucho menos. A pesar de lo cómodo que le pareció al principio ser cuidado a todas horas, en seguida se dio cuenta de que no lo soportaría por mucho tiempo. Para alguien acostumbrado a hacer básicamente lo que le daba la gana y cuando le daba la gana (la vida de soltero semiemancipado es lo que tiene), el hecho de depender completamente de otras personas para hacer cualquier cosa se le antojaba un infierno. Le vigilaban a todas horas, nunca le dejaban solo, le ponían correa y bozal para sacarlo de paseo, controlaban sus visitas al baño (bueno, al rincón del patio) y le llevaban con frecuencia al veterinario a vacunarle, ponerle el chip o simplemente revisarle. Y luego estaba el tema de la comida. Eso fue lo que terminó de hundirle. Capaz como era en ese momento de comerse cualquier cosa (no sabía cocinar, y cinco años de pasta y productos preparados arruinan el paladar del más pintado), los primeros días se conformó con el pienso de oferta del LIDL que le trajeron. Que no estaba el presupuesto para lujos. Pero no olvidemos que ahora vivía con sus padres, lo que implica que cada día veía como su madre preparaba sus riquísimos platos (que lo son, modestia aparte) y él no podía degustarlos a excepción de algunos huesos y sobras frias. Lo que, sinceramente, era una putada y muy gorda.

Una mañana no pudo más y, aprovechando que su madre se había dejado la puerta de la calle abierta mientras hablaba con una vecina, el Inadaptado se escapó dispuesto a recuperar un poquito de libertad. O su equivalente animal. No sabía si lo conseguiría, porque pese a todas las penalidades había tenido una vida muy cómoda durante esas semanas y se había acostumbrado a ser un perro. Tenía sus ventajas, para que negarlo. Eso sin contar con que sus padres se habían vuelto a encariñar con él y no le gustaba la idea de entristecerles de nuevo. Que no es que su huida fuera del todo inesperada, pero nunca resultaba agradable. Fue entonces cuando, dubitativo, se detuvo en una esquina y...

... bueno, eso es algo que sabremos más adelante, cuando me quiten estos putos hierros de la boca y pueda volver a hablar, a comer, a buscar trabajo y a intentar recuperar mi vida. Si es que lo consigo. Y si es que en algún momento la tuve. Aunque siempre podré volverme atrás y decirle a mi familia que me adopte como mascota, ¿no?

7 comentarios:

El Tete dijo...

Si te comprometes a traerme el periódico y las zapatillas, te puedes quedar en mi casa. Podremos ver películas (señala la que quieras ver con la patita), y leeremos tebeos mientras te tumbas en mi regazo.

Pero sin mariconadas, ¿eh?

Azena dijo...

No hace falta que recuperes tu vida... A veces es más fácil construir una nueva... ;-)

Azena dijo...

Estoy empezando a pensarme lo de la zoofilia...

Cabroncete, se me han saltado las lágrimas. Yo no aceptaría ese destino por nada del mundo. Y no quiero que tú lo aceptes...

¿Sabes? Yo también quiero una mascota. A ver si te puedo mejorar la oferta... Podrás salir cuando quieras y volver cuando te dé la gana. Como mascota de solterona (ahora que me he quedado sin novio no sé si tengo ganas de buscarme otro) podrás dormir en mi cama (encima de las sábanas, por supuesto) y tendrás los mejores bocados. Cocinaré para ti y te dejaré comer a la mesa (está a la altura perfecta para ti). Haré un esfuerzo para entender tus ladridos y cuando no lo consiga siempre te quedará el recurso del blog (no sé cómo demonios te las arreglas para escribir, pero sigues haciéndolo de **** madre). Y si lo de la zoofilia no cuaja, aquí tienes una mano dispuesta a hacerte pajas... ;-)

El Tete dijo...

>ahora que me he quedado sin novio

¿Nos hemos perdido algo?

Azena dijo...

se ha convertido en perro, tete... ;-)

El Tete dijo...

Vale, ahora lo pillo...

Jo, qué cazurro soy...

Por cierto, Inadaptado, tienes un sicofanta:

http://www.blogger.com/profile/31846661

El Tete dijo...

Azena, tú también tienes respuesta :-)