El acto de recoger la uva para su transporte a las
cooperativas tiene poco de sofisticado. No ha cambiado practicamente nada en decenas de miles de años. Sí, ahora tenemos
tractores con cabina climatizada y lector de cedés en vez de carros de mulas llenas de moscas. Sí, ahora cortamos los racimos con
tijeras, en vez de con navajas, y los transportamos en
cubos de plástico, en vez de cestos de esparto. Pero la gran mayoría de viñedos se siguen recolectando a mano, cepa tras cepa, con la espalda doblada y trabajando de sol a sol.
Vendimiar es viajar a la prehistoria.
Todos los días comienzan igual. Si tienes suerte y el terreno en el que vas a trabajar está cerca quizás puedas levantarte pasadas las 7 de la mañana. Si no, lo más probable es que antes de las 6 ya esté sonando el
despertador. Las viñas pertenecientes a los habitantes de mi pueblo se extienden a lo largo de decenas de kilómetros, invadiendo otras localidades en algunos casos. Antaño las cuadrillas llegaban a vivir en las
quinterías porque la distancia a sus casas era demasiado grande. Ahora tenemos furgonetas. Pero el madrugón no te lo quita ni dios.
Dependiendo de la generosidad de los patrones puede que ellos te den
pan o que tengas que ir tu mismo al
obrador a comprarlo. Durante esa época los panaderos trabajan sin parar; los cientos de jornaleros que hay en el pueblo se llevan las hogazas con tanta velocidad que apenas si da tiempo a sacarlas del horno. Las dos horas previas al
amanecer son una locura; después de las 10 la vida sigue igual.
Lo que nadie te cuenta en los poemas bucólicos es que el rocio de la mañana que se deposita en las hojas de la vid puede llegar a empaparte hasta los huesos. Que los sarmientos están afilados, y además de provocate cortes en piernas y brazos pueden saltarte un ojo. Que el mosto se adhiere a todas partes y no hay ducha que quite su olor. Que la moscas no te dejarán vivir en paz mientras intentan llenar de huevos tu piel.
Pero todo trabajo tiene sus inconvenientes.
La vendimia comienza en cuanto hay
visibilidad suficiente para empezar a cortar los racimos, aunque no haya salido el sol. Los más duros (y los más fanfarrones) usan la misma ropa todo el día; los demás llevan varias capas de prendas para no tener frio, y un
chubasquero y
botas cuando las hojas están empapadas. Pero vayas como vayas en cuanto se da la señal tu única preocupación ha de ser el trabajo. Cortar, recoger, soltar y volver a cortar. Racimo tras racimo, cepa tras cepa, hasta que tu
cubo está demasiado lleno y tienes que ir a vaciarlo al remolque. Sin entretenerte, sin charlas, sin pararte antes de tiempo, sin excusas. Aquí no valen los convenios colectivos ni las cartas de derechos. Aquí no eres humano, eres una
máquina con una solo misión: cortar, recoger, soltar y volver a cortar. Ir más o menos deprisa ya es cuestión de maña y experiencia, pero en cualquier caso es tu única obligación.
Existen dos formas de trabajar: o ganando un
jornal fijo diario o a
destajo, cobrando según cuántos kilos de uvas recojas. En el fondo no hay tantas diferencias entre una forma y otra. En una vas
deprisa y en la otra
muy deprisa. En una puede que trabajes
tres semanas y en la otra solo
dos. En una la
cuadrilla mira mal a quien no sigue el ritmo y en la otra directamente se cabrea. En una hay más paradas que la otra, o el
ambiente está más relajado que en la otra. Pero siempre es el mismo trabajo, una y otra vez.
Conforme avanza el día los vendimiadores van entrando en
calor, por el esfuerzo y el sol que comienza a calentar. La primera parada es sobre las 10, para
almorzar. Después está la
comida (con una breve
siesta) y puede que la
merienda, con varias pequeñas pausas intercaladas para tomar un trago de agua y fumarse un pito. Si existe un oficio donde fumarse un
cigarro es un derecho inapelable es este. Eso y comer hasta hartarse. A pesar de lo que pueda parecer es bastante normal
engordar durante la vendimia. Aquí no hay verduritas a la plancha, ni productos dietéticos. En la viña se comen gachas, migas, caldereta, lentejas, carne en salsa, pollo con tomate, tocino asado... y pan, mucho pan. Trabajamos como
animales y comemos como ellos.
Lo que nadie te cuenta de este trabajo es que los riñones te dolerán hasta que desees que te los extirpen. Que los tres primeros días las agujetas no te dejarán moverte. Que la muñeca se te puede abrir de tanto moverla. Que los dedos se te hincharán como morcillas de tanto apretar las tijeras. Que las rodillas y las piernas se inflamarán debido al esfuerzo de estar semiagachado. Que por la noche al llegar a la cama sentirás como si te hubieran dado una paliza y cada día te despertarás más cansado que el anterior.
Pero se supone que haces esto por gusto. Y por dinero.
La vendimia no es
divertida. Si tienes suerte trabajarás en un campo limpio y la uva será fácil de recoger. Pero lo más seguro es que haya cardos y malas hierbas, y que los racimos crezcan apretados alrededor de los sarmientos de forma que tengas que tirar de ellos o podar la cepa para separarlos. Es muy frustrante. Por eso los
jornaleros tratan de distraerse como pueden. En general se suele poner la radio del tractor, pero no hay cuadrilla que soporte escuchar
Radiolé todo el día. Hay quien canta
coplas o cuenta chistes. Otros se pierden en sus
pensamientos. Algunos mascan
chicle. Si el ambiente es distendido puede que se converse, pero siempre sin perder el
ritmo. Cortar, recoger, soltar y volver a cortar.
De vez en cuando hay
distracciones imprevistas. Cuando se trabaja a destajo es normal llenar el
remolque en pleno día (y no al caer la noche, como ocurre de la otra forma), por lo que si por cualquier circunstancia no hay un segundo remolque disponible los jornaleros tendrán que esperar a que se descargue el primero. Puede que aparezcan unos
cazadores buscando liebres. O que estalle una
pelea en la cuadrilla. Quizás alguien cumpla años y traiga café y
pasteles. En un trabajo como este, cualquier cosa te hace ilusión.
El trabajo suele durar de media
dos semanas. Una si los terrenos son pequeños o la cosecha ha sido escasa; un mes si son grandes o hay muchos. En general es raro que dure más de 5. Por eso a todos los que llegan nuevos se les cuenta el mismo
chiste cuando se quejan: "los riñones solo duelen los primeros cuarenta días". A fin de cuentas vendimiar es una
carrera contra reloj. Cuanto más tiempo se tarde en recoger la cosecha, más posibilidades hay de que se estropee. No es que haga falta que las uvas estén perfectas, pero el
fruto podrido puede ser rechazado y, por tanto, el propietario perder dinero.
Lo que nadie te cuenta de la vendimia es que el trabajo no se interrumpe casi nunca. Si cae un sol de justicia, de los que queman la piel como si estuvieras en un horno, te pones una gorra y sigues trabajando. Cortar, recoger, soltar y volver a cortar. Si llueve a mares, de forma que el barro se pegue a las botas y te pesen tanto que apenas puedas caminar, te calas la capucha del chubasquero y sigues trabajando. Cortar, recoger, soltar y volver a cortar. Si te haces un corte te pones una tirita y sigues trabajando. Si te duele la mano te pones una muñequera y sigues trabajando. Si no puedes más pides una pausa, te fumas un pito y sigues trabajando. A menos que sufras algo que realmente te impida continuar (una herida profunda, un esguince, gastroenteritis) seguirás cortando, recogiendo, soltando y volviendo a cortar.
Y no hay peros que valgan.
La jornada acaba cuando el sol se ha puesto y ya no hay luz suficiente para ver lo que estás haciendo. En ocasiones falta tan poco para terminar de vendimiar un terreno que sigues trabajando de
noche, a la luz de los
faros de un coche o de un
foco instalado en el techo del tractor, para no tener que volver allí al día siguiente. En cualquier caso cuando llegas a tu casa ya estará oscuro y tu único pensamiento será cenar, ducharte e irte a la
cama.
En eso consiste la
vendimia. Levantarse antes de que salga el sol, trabajar todo el día, acostarse y volver a empezar. Una y otra vez, reviviendo el mismo día, repitiendo los mismos actos. Cortar, recoger, soltar y volver a cortar. Es como estar atrapado en el
día de la marmota, como vivir en una
pesadilla kafkiana. Cierras los ojos y solo ves uvas y sarmientos. Solamente vives para trabajar.
Lo que nadie te cuenta es que cuando finalmente todo termina a veces tienes ganas de continuar. Que llevas tanto tiempo esforzándote como una
mula que ya casi te has olvidado que existe algo más. Que llegas a echar de menos a tus
compañeros, el aire libre, el trabajar con las manos. Que puedes sufrir un caso agudo de
síndrome de Estocolmo.
Pero entonces llega el fin de la vendimia. Los
propietarios hacen cuentas. Los
jornaleros eventuales vuelven a sus hogares para la recogida de la aceituna o para descansar. Y el resto, con los
billetes en la mano, suelen decir: "no pienso volver a vendimiar nunca más".
Hasta que te vuelve a hacer falta dinero, claro.