1 de febrero de 2006

Pongamos que hablo de Madrid



Madrid es como un imán, como un agujero negro que me atrae inexorablemente una y otra vez por mucho que intente alejarme. Es la meta inevitable del triángulo de las Bermudas que conforma junto a Alicante y mi pueblo. He recorrido tantas veces la distancia que los separa que si algún día echara a andar a ciegas inevitablemente acabaría llegando hasta la capital. La prueba es que apenas acabo de dejar las maletas en el suelo y ya estoy hablando de ella...

Pongamos que hablo de una época en la que para recibir un tratamiento adecuado tenías que desplazarte hasta la ciudad. Nací con un defecto que me llevó desde que era un crio a buscar profesionales que no había (ni hay) en mi tierra y desde entonces no he parado de hacer el mismo peregrinaje cada pocas semanas. Recuerdo que en los primeros viajes sabíamos que nos estábamos acercando por la gran nube de contaminación que coronaba la urbe. Ahora los cielos están despejados, pero los kilómetros pesan igual que antes.

El trayecto es largo para tan solo unos minutos de consulta. En tren hasta mi pueblo, para descansar unas horas, puede que un día o dos, y entonces coger un autobús hasta la ciudad. Mi cuerpo es sabio, ha aprendido a dormir durante todo el viaje. Sabe que al llegar le espera la misma fea estructura de hormigón de la Estación del Sur que no ha cambiado ni un ápice desde que la inauguraron. Nada más pisar el suelo me pongo en marcha mecánicamente hasta la entrada del subterraneo. Y en cuanto llego a las taquillas la misma ceremonia de siempre: cambiar la cartera de sitio, agarrar bien la mochila, fruncir el ceño, acelerar el paso. En pocas palabras, ponerme el traje de urbanita estresado.

Pongamos que hablo de un Metropolitano que intenta desesperadamente cambiar su imagen. Pintura de colores, paredes de latón, televisores en las vias e iluminación de cine. Todo lo que haga falta para ocultar la verdad: esta es una ciudad de hombres-topo. Pero el metro siempre será igual. No faltarán los músicos en las galerías, la caras abotargadas en los coches, los pedigüeños que huyen de los seguratas ni las colillas en los andenes. No faltará quien robe carteras, quien corra de un tren a otro, quien se pegue a la pared temiendo un empujón fatal. No faltará quien mire al techo y sea consciente, quizás durante unos segundos, que el cielo está muy arriba.

La siguiente parada es Atocha, una auténtica ciudad dentro de la ciudad. Un caos de viajeros y maletas, de azafatas y policías, de despedidas y reencuentros. El invernadero de la estación vieja es pura poesía; bajo las grandes hojas de las especies tropicales se mezclan mendigos, empleados, gente de paso y jubilados que a veces se meten en los baños a masturbarse mirando de reojo pollas más jóvenes. Muchas veces me siento tentado a detenerme, pero aún no he llegado a mi destino. Aún he de bajar a los húmedos y frios andenes para hacinarme con decenas de trabajadores y estudiantes en el primer cercanías que me lleve hasta mi cita. Nada parece haber cambiado desde aquel 11 de marzo. Pero una sombra de tristeza y duda sigue agazapada en los vagones.

Pongamos que hablo de un hospital donde cada vez hay una protesta distinta a la entrada. Donde la pintura fresca no puede ocultar el peso de los años ni la amargura de sus facultativos. Donde al subir las escaleras te encuentras colillas en cada rellano. Donde tengo que esperar durante horas en una fea sala de espera, de desnudas paredes blancas, leyendo suplementos dominicales atrasados. Donde el médico apenas me dirige la palabra, y tras unos minutos de tortura me devuelve a la calle con la duda de si en realidad no se estarán riendo de mi.

A veces desando el camino, cojo un tren y vuelvo a Alicante con el rabo entre las piernas. Sin llegar a pisar la calle, como un auténtico hombre-topo. Otras veces postergo el viaje para volver a echar un vistazo a la ciudad que me acogió durante dos años. No es auténtica nostalgia, sino más bien síndrome de Estocolmo. Se que lo primero que veré al salir de la estación serán las faraónicas obras del "tunel de la risa". Que seguiré esquivando coches a los que les cuesta entender el significado de un semáforo en rojo, manteros vendiendo libros viejos, repartidores de panfletos, gente con demasiada prisa y turistas despistados. Que, en realidad, todo sigue igual.

Con todo lo que Madrid tiene que ofrecer, siempre sigo la misma ruta. Paseo por las mismas calles, visito las mismas tiendas de cómics, como kebap en el mismo restaurante, me pajeo en los mismos peep-shows. Cuando has vivido allí todo se convierte en rutina. Siempre paso por la Fnac, aunque muy rara vez llego a comprar algo. Siempre miro las carteleras de los cines, aunque nunca tengo tiempo para ver una película. Siempre deambulo por la calle Fuencarral, aunque todo vestigio de la Movida es barrido poco a poco por las tiendas de marca. Siempre espero que por fin se hayan acabado las obras, aunque todos sabemos que eso no ocurrirá nunca.

Pongamos que hablo de lo que hay tras la cortina de modernidad. De las bandas de rumanas que roban carteras con descaro a plena luz del día. De los limpiabotas que resisten a duras penas en un mundo de zapatillas deportivas. De como las putas del este (cada vez más guapas, cada vez más jóvenes) han ocupado una calle Montera tan llena de policias que uno duda quién vigila a quién. De sus colegas más baratas y más pobres, que aún deambulan por los callejones, entre chulos borrachos y yonkis chutándose, a tan solo unos metros de la Gran Vía. De los africanos que venden hachís infecto a los incautos en el Retiro. De los negocios mayoristas de los que viven muchos inmigrantes en el barrio de Lavapiés y que el alcalde quiere cerrar. De las miles de personas que llegan a la ciudad con un sueño y acaban siendo engullidos por ella.

Cuando por fin cojo el tren de vuelta tengo los pies doloridos y las fosas nasales negras del humo que he respirado en mi camino. Uno llega a la conclusión de que en la ciudad fumar es más que un derecho, es autodefensa. Me desplomo en mi asiento y trato inutilmente de dormir; las luces del vagón y el cansancio acumulado no me dejan conciliar el sueño. Es entonces cuando repaso mentalmente mi día y comienzo a reprocharme todas esas cosas que debería haber hecho y he dejado pasar. Los lugares por los que no he pasado, las compras que no he hecho, las visitas que no he realizado. Pero se que en realidad no importa. Mis pasos me volverán a traer pronto al mismo sitio y se que cuando regrese todo estará igual que antes.

Pongamos que hablo de una ciudad que amo y odio. Pongamos que hablo de Madrid.

8 comentarios:

Horrorscope dijo...

Aunque parezca (y de hecho pueda serlo) el más insulso de los peloteos, me quito el sombrero ante tan gran artículo.

Lucky-Lilith dijo...

Precioso, y hace tiempo que dudo que esta ciudad tenga cosas "preciosas" que ofrecer.
Bajo mi punto de vista, creo que Madrid si que cambia... y es a peor (y a pasos agigantados). Así que si de tu visión de Madrid, viendola casi de pasada, sacas cosas tan bonitas, es infinitamente mejor que no profundices en ella. Dejarías de amarla y la odiarías. Yo la ODIO.

Azena dijo...

llegué a madrid hace tres años, sin sueños. y encontré mi sitio. una ciudad invivible pero insustituible, como dijo el gran joaquín. puede que en unos meses me haya ido, pero en mi corazón siempre habrá una esquinita para esta ciudad que me acogió como un hogar...

Anonymous dijo...

Como dicen por ahí arriba, me quito el sombrero.
No sé si estudiaste o trabajaste durante esos dos años que comentas. Llevo trece años viviendo en Madrid, y mi época de estudiante la recuerdo como una auténtica maravilla. Sin embargo, ahora que estoy trabajando, busco desesperadamente una salida de esta maldita ciudad. Es más, creo que me jubilaré, con suerte, en un par de meses de la ingeniería (por Madrid y, lógicamente, otros motivos de peso), y me iré a vivir tranquilamente a mi pueblo, que la vida es muy corta.

Has puesto palabras a mi percepción de Madrid. Gracias.

El inadaptado dijo...

Fueron dos años de buscar trabajo, de cambiar de piso, de patearme las calles y pasar el mes con lo justo. Vivir allí es duro, muy duro. Si te descuidas la ciudad te traga y te convierte en un ser gris.

Pero Madrid sigue siendo la gran ciudad, la de los estrenos de cine, los monumentos centenarios, las discotecas de moda y las oportunidades de triunfar. Es la belleza dentro del caos.

Como ya he dicho, no creo que pueda amar realmente a Madrid, aunque tampoco odiarla...

Angie dijo...

Yo quiero recordar atocha como lugar de encuentro... para mi, madrid se reduce a abrazos y besos en atocha, en la estacion sur... en la plaza de castilla, madrid... para mi, es un ave, o un autobus... es un paseo hasta el que fue tu hogar una temporada acompañada de alguien especial, madrid es el lugar donde alguien fue a recogerme en un porsche rojo... para llevarme a cenar a una bocateria... madrid... la ciudad que mas me ha visto llorar, y la que mas me ha hecho sonreir... Durante dos años era paso obligado entre mi hogar y mi familia, punto medio de descanso obligado, de espera absoluta, tanto en un sentido como en el otro, llegar a madrid... era estar mas cerca de mi familia... volver a madrid, era estar mas cerca de mi hogar. A mi madrid no me gusta... pero no puedo decir que la odie. Ademas... en madrid te conoci, y ciertamente eso es mucho mas que positivo. Pero tu ya sabes todo eso.

Lucecilla dijo...

Lo primero, un artículo geeeeeeenial. Además, me identifico por un montón de cosas, y me has hecho recordar con viveza muchos lugares que hace meses que no piso, pero que, como tú, cada vez que vuelvo no puedo evitar. Un bonito retrato agridulce de una ciudad que deja huella.

Adanes dijo...

Muy bueno este artículo sobre tus viajes a Madrid, yo vivo en esta ciudad levantada y en perpetua obra.

Me ha gustado cuando hablas del metro y del intento de lavar su imagen. Lo de las pantallas de televisión en algunas estaciones me parece lamentable, porque en principio no llevaban sonido pero ahora ya si, no sea que estemos un rato sin ver TV y nos de por leer, costumbre muy propia de los viajeros de metro.

Tras la cortina de modernidad, a parte de las cosas negativas que tú ves, ahí otras preciosas, en el Reti por ejemplo aparte de camellitos de costo infumable, hay un Palacio de Cristal con su pequeño estanque. Ah mi las tiendas ultramodernas de la calle Fuencarral me molan, y creo que tienen mucho que ver con la movida de esa zona, la gente que ves por la tarde curioseando por allí es fácil que te la encuentres por la noche, el Mercado de Fuencarral es cojonudo quitando los precios de las prendas.

Madrid es fácil de odiar y fácil de echar de menos tb.

Encantado de pasar por aquí, Lucecilla ( la luz, no me acostumbro al nuevo nick, no tan nuevo por cierto) me trajo aquí desde su blog, tendré que agradecerselo.