16 de julio de 2008

La gran farsa

Casi no pude soportarlo. Nada más ver entrar a los novios en el salón al ritmo de la marcha nupcial, con sus impostadas caras de solemnidad, sus carísimos trajes a medida (que posiblemente nunca volverán a ponerse) y sus padrinos henchidos de orgullo, ya empecé a sentir una profunda nausea ascendiendo por la garganta. Después, cuando se detuvieron para hacer el brindis delante de la cámara, moviéndose con lentitud ensayada y sonriendo como en un anuncio de Freixenet, estuve a punto de salir corriendo sin mirar atrás. Finalmente conseguí aguantar hasta el baile, pero, tras el vals de rigor (debidamente grabado, por supuesto), cuando la orquesta comenzó a tocar pachanga a un volumen atronador y la gente se agolpaba en la barra libre decidí agarrar a la parienta y salir de allí antes de que pegara fuego al local. Creo que para la próxima invitación, salvo en el muy improbable caso de que la implicada sea mi hermana pequeña, voy a contraer una misteriosa enfermedad tropical que me durará exactamente ese fin de semana.

Nada ha cambiado mi opinión en estos tres años: las bodas (siempre desde mi sesgada, subjetiva e inadaptada opinión) son algo absurdo y anacrónico; son un aberración moral, un símbolo de todo lo que estamos haciendo mal como sociedad y que nos impide evolucionar; son la sublimación del triunfo del celofán sobre el contenido, de la tradición más rancia y el chantaje emocional más inhumano. Y hasta ayer ni siquiera entendía como a estas alturas de la civilización podía seguir soñando la gente con ser parte de ese circo.

Hasta ayer.

Quiso la casualidad que de camino a casa me cruzara con un enlace, solo que esta vez de postín. Unas nupcias de gente adinerada, pero de verdad, con iglesia de las que se reservan a golpe de talonario, pamelas y chaqués en pleno mes de julio, alfombra roja hasta la calle para los novios y Mercedes aparcados en doble fila. Y entonces fue cuando até cabos. Me di cuenta de lo increíblemente ingenuo que había sido hasta ahora, de lo equivocado y perdido que estaba. Siempre había creído que una parte fundamental del fenómeno de las bodas era el cuento de hadas, la idea de que vestirse de blanco, casarse por un rito religioso y el posterior banquete resultaría mágico y especial. Pero no, nada más lejos de la realidad.

Porque de lo que de verdad estamos hablando no es de sentirse princesas, sino más bien directores de banco. Las bodas serían, ni más ni menos, que un burdo y patético intento de sentirse importante por unas horas, de vivir el sueño de los ricos, famosos y poderosos. Comprarse un traje nuevo, cenar a 70€ el cubierto, fumar habanos. La fantasía del obrero materializada por un día y que los novios sirven en bandeja a amigos y familiares, sabiéndolo una inversión segura, solo para sacarles el dinero suficiente con el que pagar algunos (o muchos) gastos. Una gran farsa, en definitiva, que se acepta y perpetúa para escapar, aunque sea de vez en cuando, de nuestras grises vidas.

Y me pregunto yo, ¿es así como van a ser siempre las cosas en este país? ¿Viviremos eternamente codiciando la posición de otros, soñando con el pelotazo, el braguetazo, la herencia o el boleto de lotería que nos eleve en la escala social a base de fiestas y regalos? No es de extrañar, pues, que gran parte de la crisis se deba a todos aquellos que creyeron que comprar una vivienda serían ganancias seguras; tampoco que muchas familias no puedan con los precios, porque todo intermediario se crea con derecho a inflarlos lo que sea conveniente para sacar todo el beneficio posible; ni que otras no lleguen a fin de mes porque viven encima de sus posibilidades. Ya no me sorprende que la justicia trate mejor al empresario que ha robado 800 millones que al chorizo que ha robado 80€; que las discográficas se crean con derecho de pernada; menos aún que nos dejemos pisotear en nuestros derechos laborales e incluso civiles, más pendientes que estamos en ascender que en mejorar la situación que ya tenemos. Y ya no digamos invertir en nuestra formación, nuestra cultura o simplemente nuestros conocimientos, siendo notorio que por estos lares nadie se ha hecho millonario de esta manera.

Ahora, además de asco, siento una profunda pena. Por las bodas y por la gran farsa en la que se está convirtiendo la propia estructura de esta sociedad. A este paso llegará el día en que aparentar y medrar sea lo único importante, lo que se enseñe en las escuelas y por lo que se mida nuestro valor como persona. Se que un coleccionista de cómics, acumulador de objetos casi inútiles por propia definición, no puede dar lecciones sobre materialismo, pero el día que me harte hago caso a la parienta, nos tiramos al monte a vivir de lo que cultivemos y no volvemos a pisar un lugar poblado.

Aunque, eso sí, pondríamos Internet...

1 comentario:

Pandora dijo...

Definitivamente sigo amando como escribes... y creo que nunca me aburrire de ti...

Y la verdad es que no me gustan mucho las bodas...

Saludos