3 de septiembre de 2008

Vivir para ver



En el complejo Alfa hay tres temas de conversación recursivos a la hora de la comida: la propia comida, los destinos de vacaciones y poner a parir a los compañeros ausentes. De esos tres, el que más me fascina es el ansia viajera de mis compañeros. Casi parece que estuviera en el contrato salir de casa en cuanto se tienen un par de días libres, ya no digamos una semana. Tal es su afán que entre todos ya se han dado como mínimo un par de vueltas al mundo, pasando cada uno de ellos al menos una vez por los destinos principales de cualquier catálogo básico de agencia de viajes: Egipto, Cancún, Turquía, Praga, Marruecos, Nueva York, Irlanda...

He de confesar que esta afición por coger las maletas a la mínima ocasión y marchar a donde indique el touroperador de turno no me es totalmente ajena. Cuando era un crío, entre muchas otras fantasías propias de la edad, llegué a la determinación de conocer el planeta entero. Quería verlo todo; todos los continentes, todos los países, todas las ciudades, todos los monumentos y rincones, todo lo que este mundo tuviera que ofrecer. Era, en parte, una cuestión de curiosidad, alimentada por haberme criado en un pueblo situado en el culo del mundo y con una mentalidad endogámica del que me parecía ser imposible escapar. No obstante sí que era posible, y de hecho en los tres primeros años de universidad llegué a hacer sendos viajes que me permitieron creerme por un momento que no volvería a quedarme demasiado tiempo en ningún sitio.

Pero la principal causa de mi propia ansia viajera no era una cuestión intelectual. Cierto es que había (y hay) una serie de lugares conocidos que me gustaría ver, aunque tan solo sea por sus connotaciones subculturales; egiptología aparte, ya no podré mirar las pirámides sin pensar en Stargate, Asterix y Superlópez. Sin embargo, si quería recorrerme la Tierra de punta a punta sin dejar de fotografiar ni una piedra era una cuestión, ante todo, existencial. Algo o alguien me había metido en la cabeza que, entre muchas otras cosas (sexo, drogas, rokanrol y todo eso que anuncian por la tele), sería un delito llegar a viejo sin haberlo visto todo porque me parecería no haber vivido lo suficiente. Y así lo creí durante muchos años hasta que ahora, llegado ya a la treintena, me he dado cuenta de que a mí, en realidad, viajar me parece un auténtico coñazo.

Ya para empezar me horroriza ese hábito moderno llamado "turismo" de desplazarse varios cientos o miles de kilómetros para alojarse en una impersonal habitación de hotel o un mugriento apartamento de alquiler y pasarse el día corriendo de una punta a otra del lugar de visita para ver la mayor cantidad de monumentos, museos y sitios de interés posibles antes de que se acabe el tiempo y el dinero; difícilmente se puede conocer un país o una ciudad cuando estás más preocupado por llegar a la cena o que salgas en todas las fotos que en la historia de lo que tienes delante. Pero es que las alternativas no me parecen mucho mejores. No tengo edad (ni he tenido nunca ganas) para cogerme una mochila más pesada que yo y recorrerme un continente entero en tres días a base de muchos trenes, poco sueño y menos higiene. Tampoco me parece apetecible ir de un lado a otro del país en coche, más preocupado que estaría de la gasolina, el tráfico y que no me robaran la radio que de mirar el paisaje. Y ya no digamos hacer el camino en bici o andando, sabiendo que me canso con solo bajar a comprar pan.

No. Siendo como soy una persona en absoluto romántica, pienso no obstante que la única opción plausible para viajar es vivir en el lugar que se quiera visitar. Y no un día, ni una semana, ni siquiera un mes. Vivir todo el tiempo que haga falta, sin restricciones, sin fecha de retorno, sin billete de vuelta. Dejar atrás nuestras raices y arraigar en otra parte. Porque a fin de cuentas un país no es sus monumentos ni sus edificios, sino su gente, su cultura, sus costumbres. Que nos pueden parecer mejores o peores que las nuestras, pero son las que tienen y por tanto las que realmente nos deberían interesar. Deberíamos alojarnos en sus casas, comer su comida, llevar su ropa; deberíamos respetar sus hábitos, hacer sus trabajos y celebrar sus fiestas. Deberíamos ser parte de su sociedad, antes que verla desde el otro lado de la cámara de fotos. Sin embargo, como miembros privilegiados del primer mundo, nos empeñamos en verlo todo desde la arrogancia del turista de paso, siempre al otro lado de un escaparate imaginario, completamente impermeables a lo que tenemos a nuestro alrededor. Los conflictos sociales, las tensiones políticas, las diferencias religiosas, los ataques al ecosistema; nada de eso sale en los folletos, sino que queda al otro lado del muro del hotel o fuera del autobús. Aunque la verdad es que nos importa una mierda lo que pase allí, siempre que tras vivir nuestros grandes momentos prefabricados podamos volver a casa para recordarlo en la distancia.

Que, la verdad, para eso ya tengo Google Earth...

1 comentario:

anilmanchego dijo...

Hombre, tienes razón en parte.
Es cierto que para conocer algún, tienes que vivir allí, pero eso no quita que viajar unos dias sea mala opción.

Es necesario viajar algo, desconectar, ver que hay gente en otra parte del mundo, e incluso no muy lejana, que tiene otros puntos de vista, y que no vives en el ombligo del mundo, que muchas veces nos creemos que solo existimos nosotros y el cacho de cielo que nos rodea, y que el resto está congelado a la espera de ir a verlo.

Hummm.

Un saludo
Carri.