Sí, es muy triste. A veces sueño con ser el protagonista de una sit-com barata.
La culpa, como todo, es de la televisión. No, espera, ahora la culpa de todo es de Internet. ¿O eran los videojuegos? Lo mismo me da, el caso es que tengo tan asimilada la imagen de lo maravillosas que son las relaciones personales, ya sean en vivo, en una pantalla o con un diamante enorme en la cabeza, que a veces caigo en la trampa de pensar que soy la única persona de esta maldita ciudad cuya sola interacción humana son los codazos del Metro en hora punta. Pero entonces es cuando llego al Complejo Alfa y me doy cuenta de que no soy el único, ni de largo. O eso, o trabajo con el grupo de personas más patético de la tierra.
Porque, a fin de cuentas, ¿por qué querría nadie basar su vida en un trabajo que consiste la mitad del tiempo en rellenar informes que hasta un mono podría conseguir si nuestros sistemas funcionaran como es debido (o si, simplemente, funcionaran), y la otra mitad cabrearse con las sucursales de medio planeta y que, por causas que jamás sabremos, hacen su trabajo cuando les sale de las gónadas? Cierto, no voy a negar que gracias al modelo español (1 hora de viaje a la ida, 4 horas de trabajo, 1 hora de comida, 4 horas más de trabajo y otra hora de viaje a la vuelta), pasamos en la oficina mucho más tiempo del que nadie en su sano juicio podría aguantar si no fuera imposible encontrar una alternativa en la que nos pagaran más de mil euros con nuestro pobre curriculum y escasa experiencia. También es cierto que, puestos a tratar diariamente con la gente que puede salvarte el culo en caso de encontrarte con un marrón del tamaño de Rusia, siempre será mejor llevarse bien que mal. Pero lo que no puedo entender de ninguna manera es esa compulsión de muchos de mis compañeros por fomentar la amistad con el resto.
Es decir, ¿es que nadie tiene amigos fuera de este edificio prefabricado?
Porque eso es lo que empiezo a sospechar. Que lejos de ser una excepción, lo normal en este despropósito de urbe es no conocer a más de dos o tres personas a las que, por lo general, no ves nada más que ciertos fines de semana y ocasiones especiales, como mucho. Y de ahí la terrible idea de querer atar lazos con la gente con la que pasas más tiempo que con tu pareja, compañero de piso, familia, camello o vendedor de cómics. Juntos. Que ya es decir.
No me entiendan mal. No niego en ningún momento la posibilidad de congeniar, e incluso desarrollar una auténtica amistad (de esas que solo se ven en las películas de la Disney) con los compañeros de trabajo, cuanto más si se presupone que al compartir oficio se comparten habilidades o aficiones. Pero es que no es el caso. Lo único que une a un rebaño de oficinistas como nosotros cuyo trabajo tiene la misma complejidad y funciones que una calculadora infantil es la circunstancia de haber encontrado una empresa poco exigente en cuanto a sus requisitos y haber tenido la suficiente paciencia y tragaderas para aguantar en el puesto hasta que el contrato fuera indefinido. Instinto de supervivencia, que diríamos. O poco respeto por uno mismo, que también.
La cosa, además, no sería tan grave de no ser por nuestras específicas circunstancias sociales. Que si todos fuéramos o, cuanto menos, nos comportáramos como adultos, otro gallo nos cantaría. Pero si obligas a convivir bajo el mismo techo a un grupo de personas que aún no han llegado en su mayoría a la treintena, sin apenas deberes ni responsabilidades, algunos incluso viviendo aún con los padres, pero con suficiente libertad, dinero, recursos y tiempo libre, de repente te encuentras con que ir al trabajo es como volver al instituto. Con menos pelo, pero igual que si tuviera 16 años, con todo lo que eso conlleva: las pandillas, los chismes, las bromitas, los motes, las etiquetas, la fingida rebeldía ante la autoridad y la sensación de que no han cambiado las cosas desde que ibas al parvulario. Ni siquiera en el sexo. Porque si al menos los solteros del departamento (qué coño, incluso alguno de los casados) protagonizaran algún romance (con su cortejos mal disimulados a la hora de la comida y sus escenas de celos) o se dedicaran a provocar a todo el mundo hasta que consiguieran convencer a alguien para follar a escondidas en el baño, el día a día sería mucho más entretenido y estimulante. Pero es que ni eso. Joder, esto es como vivir en una serie familiar de los 90.
Así las cosas, no creo que a nadie pueda extrañarle que me haya atrincherado en mi cubículo, aprovechando la increible circunstancia de que sea el único que trabaja en ese pasillo, que es al mismo tiempo el más alejado de la pecera del jefe, reduciendo así el mínimo el contacto humano (hay días en los que, literalmente, no digo más de tres palabras en toda la jornada) y casi logrando el objetivo de todo oficinista que se precie: hacer lo que le salga de los cojones sin que nadie le moleste. Que no está siendo fácil, debo admitir. Pero, puesto que estoy reviviendo a la fuerza mi etapa de bachiller, al menos esta vez pienso hacerlo bien. Si voy a ser el tío rarito que se sienta en una esquina y no se relaciona con nadie, lo seré hasta las últimas consecuencias. Aunque me miren mal. Aunque me desprecien en secreto. Al menos, hasta que llegue el día en que me harte de desperdiciar mi vida en este bloque de hormigón alejado de la mano de dios y, como en el cómic de Millar, lance los papeles al aire, mande a todos a tomar por culo y salga con la cabeza muy alta por la puerta.
Eso sí, es posible que nadie se entere...
4 comentarios:
alguien se alegraría... ;-)
Te hechaba de menos tio
Aunque supongo que ya lo habra dicho parece que narres mi vida
Feliz 2009... supongo
Hay pocas personas que valga la pena conocer... la mayoría apestamos...
Y en una oficina más. Feliz 2009, por cierto.
Publicar un comentario