4 de noviembre de 2009

Fantasías proletarias de una tarde aburrida

La amenaza de huelga de los clubes de futbol es tan absurda e irrisoria que resulta ideológicamente pornográfica. Lo que, al menos, me ha ayudado a fantasear lo suficiente como para sobrellevar la tarde.

Aburrido de la ineptitud de la empresa y de la prepotencia de mis clientes, mi mente ha empezado a divagar sobre la posibilidad de que esta advertencia pusiera en marcha una cadena de acontecimientos que cambiara España para siempre. Porque en mi imaginación el gobierno no se limitaba a derogar esta ley a todas luces injusta, sino que envalentonado por las pocas voces en contra (ya que aquí o nos ponen un autobús y nos dan un bocata y una gorra o no protestamos por nada), y presionado por la necesidad de sanear sus cuentas, decidía arremeter contra las SICAV, las primas de los empresarios y otros chanchullos financieros semejantes. Esto da lugar, tras semanas de debates infructuosos y de un intenso cruce de descalificaciones entre ambas partes, a la primera manifestación de ricos de la historia, en defensa de las fortunas que tanto (o tan poco) les ha costado amasar. La visión de esa reivindicación de la codicia actuaría como una catarsis colectiva que derribaría de un solo golpe la gran barrera de hipocresía y falsedad de la sociedad. Nadie tendría miedo a decir lo que piensa. Ninguna propuesta será demasiado ridícula. Sería el triunfo final del "todo vale" y el "tonto el último". Y sin los impedimentos de lo políticamente correcto de por medio, los intereses de los poderosos procederían a arrasar con el país.

¿Para qué seguir fingiendo, para qué seguir poniendo buena cara si todo el mundo conoce sus objetivos? Eso pensarían todas aquellas instituciones y empresas que por fin dejarían de lado las buenas maneras para tratar de esquilmar o esclavizar a la población como creyeran más conveniente. Las teleoperadoras volverían a las tarifas abusivas por conexiones lentas y limitadas. Las gestoras de derechos privarían de conexión a cualquiera que se atraviera a bajarse ninguna obra si pagar. Los libros, discos y películas volverían a ser exorbitantemente caros, renunciando a cualquier atisbo de cambio a lo digital. Los intermediarios encarecerían el doble los alimentos y los supermercados tirarían las marcas blancas a la basura. Los políticos solo contratarían a familiares y no quedaría un parque natural sin urbanizar. Los precios de los pisos volverían a subir hasta el infinito y los bancos, que volverían a manejar el cotarro, cobrarían hasta por entrar en las sucursales. La tasa por respirar por fin se aprobaría y andar en vez de comprarse un coche se gravaría con impuestos de lujo.

Después de eso, ante la falta de ataduras, toda entidad o movimiento querría imponer su visión. La iglesia católica abandonaría toda moderación e iniciaría una campaña sin cuartel para imponer un estado teocrático. Esto sería un acicate para el resto de religiones, que con intereses similares y menos recursos acabarían por radicalizarse y atacarse unas a otras con argumentos de infidelidad y paganismo. Ante la barra libre moral, nacerían como setas los partidos políticos más extremos, desde el fascismo más ridículo hasta el comunismo más trasnochado, que no tardarían en crear sus propias instituciones para solapar y sustituir a las existentes. Cada ciudad serían una nación. Cada barrio sería sagrado. Cada calle una trinchera.

Así, finalmente, en este país en el que, como decía aquel, "no hay dos personas que se tomen el café de la misma manera", la aversión por lo diferente se inflamaría en todos nosotros hasta estallar en una guerra absoluta, de norte a sur y de la playa a la montaña, en la que cada persona estaría enfrentada con todas las demás, intentando imponer su forma de hacer las cosas a base de nudillos y metralla. En ese momento de gloriosa violencia alcanzaríamos por fin el esquivo objetivo de la plena igualdad, ya que estaríamos unidos por el pleno odio a nuestros semejantes; sin importar a que oramos, con quien follamos, que equipo seguimos o que lengua hablamos en la intimidad; sin mirar nuestra posición social, nuestros ingresos o la marca de coche; no habría colores, razas o sexo, tan solo el único y común objetivo de exterminar a nuestros semejantes. Hasta que, exalando su último taco, este país ardiera hasta los cimientos.

Y de esta forma, quizás, cuando solo quedemos algunos en pie y nuestra península se haya convertido en un erial, extinta ya nuestra sed de sangre y nuestra codicia infinita, podamos mirarnos a los ojos, nos demos cuenta de que somos todos igual de gilipollas y podamos empezar a hacer las cosas bien desde el principio...

3 comentarios:

Anonymous dijo...

Redondo, me ha encantado.

Eylan dijo...

Plasplasplasplasplasplasplasplas!

Freya dijo...

Enorabuena por tu blog y tu entrada, me gusta tu forma de escribir y la forma en la que reflejas tu realidad.Tal y cómo dice tu último párrafo, parece que sólo cuando ocurra algo de este calibre se podría reorganizar la sociedad en favor de la verdadera igualdad y libertad.