25 de noviembre de 2006

Involución

Puedes rechazar tu educación, tus creencias, tu cultura, tu religión e incluso tus genes. Puedes convertirte en una persona completamente distinta, transformarte de arriba a abajo hasta ser irreconocible. Puedes tomar las riendas de tu destino y vivir la vida que tu elijas. Pero por mucho que te esfuerces, por mucho que reniegues, hay algo de lo que es practicamente imposible escapar: tu pueblo.

Ahora es cuando alguien argumentará que no todos somos de pueblo. Yo no lo creo así. Salvo quizás Barcelona (aunque me suena más a tópico que a realidad) no creo que exista ningún lugar en este país que realmente se merezca el calificativo de ciudad. Ni siquiera la capital. Qué coño, especialmente la capital.  Somos un conglomerado de pueblos más o menos grandes y con mayor o menor renta que apenas si se han terminado de creer que somos parte del primer mundo. Ya no digamos parecerlo realmente. Por muchos edificios ultramodernos con formas fálicas, faraónicas obras de ingeniería, programas de (supuesta) informatización total o extensos programas de servicios que nos inventemos para distinguirnos de los demás, en el fondo (y no tan en el fondo) sigue latiendo el mismo espíritu de comunidad pequeña y cerrada de mollera que hace varios cientos de años. Y lo que te rondaré, morena.

El magnetismo del pueblo puede incluso con los más recalcitrantes. Lo se, porque yo soy uno de ellos. Uno de esos que no para de echar pestes de sus orígenes y en cuanto pone un pie allí le cambia el acento, utiliza sin darse cuenta palabras que ya casi había ovidado y empieza a salivar en anticipación al plato de [insértese aquí comida típica] que se va a meter entre pecho y espalda en cuanto llegue a su casa. Es como un agujero negro que te atrae y luego no te deja escapar de su interior. La kriptonita que desarma todas tus defensas en cuanto te acercas. Ya puedes tener varias carreras, hablar diez idiomas y ser diplomático en la ONU, que cuando estés en tu pueblo olvidarás todo y te reirás recordando con tus antiguos compañeros de escuela las barbaridades que hacíais a los 12 años (en la mayoría de las cuales salía perjudicado un animal, un jubilado o parte del mobiliario urbano). Y si después os emborrachais, hasta es posible que las repitais y todo...

Por muy modernos que nos creamos, en el fondo nos gusta ser de pueblo, por lo que de comunidad cerrada y supuestamente unida supone. Porque significa que, además de pertenecer a un lugar en el que se nos aprecia y se nos valora (o al menos eso nos creemos, que luego hay sorpresas), podemos dejar de lado las imposiciones y las pretensiones de lo que se supone que es un país civilizado (¡Ja!) para comportarnos como realmente seguimos siendo: unos borricos. A medio camino entre el anonimato de la multitud y una cierta falta de educación, el hecho de ser un pueblo nos sirve de excusa para llevar a cabo acciones que, de otra manera, provocaría una enorme vergüenza ajena. Sobre todo cuando además enarbolamos la bandera de la tradición, ese gran mcguffin cultural que nadie se cuestiona. De otra manera no podríamos liarnos a tomatazos, calarnos hasta los huesos, beber hasta el coma etílico, maltratar y matar animales con la mayor crueldad posible, comer de forma pantagruélica y realizar los concursos más extravagantes sin que el mundo entero piense que somos gilipollas. Que a lo mejor lo hacen. Pero para eso somos un pueblo. Todos a una y tal. Y que luego de la cara el señor alcalde.

Creo que muchos problemas de este país se solucionarían si nos pudiéramos tragar el orgullo y reconocer que aún nos queda bastante camino hasta llegar al primer mundo. Y partir de ahí para avanzar poco a poco, sin prisa, asentando los cimientos antes de seguir construyendo como locos. Porque somos como esos ricos paletos de los chistes y las películas,  con sus "haigas" y esos trajes caros que les sientan mal, creyendo que el dinero les va a proporcionar una cultura que no tienen. Aunque, eso sí, con prejuicios. Porque lo  primero que se te pega es la forma de mirar por encima a los demás, aunque sigas siendo tan ignorante como siempre. Que no hay más que ver qué pronto se nos ha olvidado nuestra etapa de inmigrantes y cómo tratamos a los que nos llegan ahora a nosotros.

Pero, claro, ellos no son de nuestro pueblo...

1 comentario:

Alvaro dijo...

De nuevo (me voy a tener que preocupar), no opino lo mismo que tu. Yo he nacido en Madrid, de lo cual estoy muy orgulloso, Y desde luego. no tengo esa conciencia de pueblo. Me gusta, me encanta Madrid. Lo más parecico a esa sensación que tu tienes quizas sea la de pertenecer a un barrio, logicamente el de mi niñez. Pero cuando paseo por el Retiro, la Gran Vía, La Cuesta de Moyano, Chueca o la Plaza Mayor, tengo la sensción de estar en mi sitio, en mi ciudad. Lo que no significa que me sienta mejor o peor que nadie. Saludos