13 de mayo de 2006

Home, bitter home (VI)


LA LEONERA




Al final de la película L'auberge espagnole (que aquí recibió el horrendo título de "Una casa de locos"), el protagonista dice una frase que a mí se me quedó marcada a fuego: J'etait un étrangère parmis des étrangères (yo era un extranjero entre los extranjeros). Así es como resumía su estado de ánimo tras su experiencia como estudiante Erasmus en Barcelona.

Así es como me sentía yo.

Recuerdo que en alguna parte leí un artículo en el que alguien llamaba a esto el "síndrome Erasmus". ¿Verdad que cuando vemos a un habitante de la casa de Gran Hermano llorar como una niña cuando le expulsan creemos que es puro teatro? Pues no, no lo es. Tanto ese concurso como la experiencia de vivir durante unos meses en un país que no es el tuyo, conociendo a un montón de gente, pasándotelo bien y con tan solo un puñado de obligaciones que cumplir, son experiencias que te marcan y de las que cuesta mucho desprenderse. Cuando vuelves a tu vida anterior te sientes desubicado incluso entre los tuyos, en tu propio país, en tu propia casa. Es como despertar de un sueño muy agradable que no querías que acabara. Pero sabes que tarde o temprano se tiene que acabar...

Mi beca también acabó (antes de lo deseado) y me encontré en Alicante en pleno mes de diciembre con la necesidad urgente de encontrar una vivienda y poder así tramitar la ayuda del estado. Porque, como ya expliqué, sin esa ayuda no podía seguir con la carrera, razón por la que decidí regresar a España. Así es como en apenas un par de días y tras ver las pocas habitaciones que aún quedaban libres, acabé metiéndome en el piso que parecía menos sucio de todos: La leonera.

Es cierto que la habitación que me tocó en suerte era muy grande y que me llevaba bastante bien con mis compañeros, pero si hay algo que caracterizaba a ese piso era la gran cantidad de mugre que había acumulado con el tiempo. De hecho llegó un momento en el que nos dimos cuenta que limpiar era tan inútil que dejamos de hacerlo. Así, como suena. Es cierto que le dábamos alguna pasadita a los quemadores de la cocina y a la taza del baño, pero todo lo demás se sumió en el abandono total. Cada vez que abríamos la puerta de la calle una bola de pelusa gigante venía a saludarnos (la llamábamos cariñosamente "Toby") y no se podía tocar la campana del extractor de humos sin el riesgo de que tu mano se quedara pegada para siempre, debido a la grasa acumulada.

En realidad no nos importaba. Sus tres habitantes íbamos a lo nuestro y nos preocupaba bien poco nuestro habitáculo, que era un mero lugar de paso. Especialmente para el ruso. Se trataba de un biólogo que estaba llevando a cabo un programa de investigación en la universidad (y por el que le pagaban una pasta gansa), razón por la cual todo lo demás se la pelaba. De hecho su habitación era un auténtico zulo (daba miedo entrar ahí) y su vida consistía solo en investigar por el día y tajarse de noche. Se que no está bien juzgar a un país entero por sus estereotipos, pero en este caso era muy cierto: se bebía el vodka como si fuera agua. Teníamos el salón lleno de botellas de Stolichnaya vacías y era habitual encontrarmelo ya borracho a la vuelta de mis clases. Más tarde descubrió el jerez, que le vendían en una bodega muy próxima a nuestro piso, y a partir de ahí lo normal era encontrarlo SIEMPRE borracho. Pero era un buen tipo. Y su mujer, que vino con sus hijos a verle en verano, estaba bastante buena...

El tercer habitante incierto era otro investigador (supongo que así es como se conocieron), esta vez manchego y pocos años mayor que yo. Era lo que en el lenguaje de los tios se conoce como un "fiera", un "máquina", un "monstro". No sólo tenía una pasmosa habilidad para ligar con mujeres sino que además salía con dos o tres a la vez sin que eso le supusiese ningún problema. Tenía una mujer en cada puerto, como los marineros en las canciones, y procuraba añadir a su colección todas a las que echaba el ojo. No lo conseguía siempre, pero pocas se le escapaban. Además era el típico tío que se apuntaba a un bombardeo, por lo que siempre estaba haciendo planes para ir a fiestas, viajes, excursiones, congresos, visitas a alguna de sus novias o cualquier otra cosa que le surgiera. No se de dónde sacaba la energía...


Ese año estuvo bastante bien en general. Apacible, sin sobresaltos (si exceptuamos a la vecina que ponía música de copla a todo trapo por las mañanas), cada uno iba a su puta bola y hacía más o menos lo que le daba la gana (especialmente desde el momento en que decidimos dejar de limpiar). Solía haber bastantes fiestas, cenas y reuniones. El ruso traía de vez en cuando a un grupo de compatriotas que vivían en Alicante, en especial una chica joven a la que mi otro compañero intentó llevarse al huerto (sin éxito) y que creyó que yo trataba de hacer lo mismo (estaba buena, pero se lo tenía muy creido). Por su parte mi paisano, además de follar, también organizaba fiestas de vez en cuando, en especial con un grupo de chicas de instituto a las que conocía de su época de universitario. A una se la pasó por la piedra, por supuesto. Y otra de ellas, camarera en un pub al que íbamos con mucha frecuencia, protagonizó la anécdota del año cuando tras una monumental bronca con sus padres decidió marcharse de casa y nos pidió asilo político, aprovechando que el ruso se había largado y había dejado su habitación libre. En el último minuto se reconcilió con sus padres, aunque yo pienso que se arrepintió al ver el zulo en el que le había tocado vivir.

El curso acabó y me tocó marcharme del piso, como siempre, por culpa de los caseros. No lo lamenté demasiado, puesto que a fin de cuentas lo escogí porque no había encontrado nada mejor. Durante el año siguiente mantuve el contacto con mi paisano, con el que me llevaba muy bien a pesar de que éramos tan distintos como el día y la noche, o quizás precisamente por eso. A fin de cuentas sabía que yo nunca le podría pisar una novia...


PRÓXIMO CAPÍTULO: SPOILER


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