Yo, y yo mismo

Feliz cumpleaños...

Sí señores, sí. El inadaptado que lleva ya tres meses removiendo conciencias desde este mi humilde blog ha cumplido años. 26 para ser exactos, con lo cual acabo de cruzar la línea trazada por el estado para determinar quienes son "jóvenes" y quienes no. A partir de ahora, se acabaron los descuentos en el cine o en los transportes públicos, los bancos comenzarán a cobrarme comisiones, Hacienda no se tomará muy a bien que lleve dos años sin presentarle la declaración (aunque con los sueldos que he tenido hasta ahora no solo no he tenido que pagar, sino que tendrían que darme alguna ayuda social) y mis padres no pararán de preguntarme que cuando voy a sentar la cabeza o si pienso buscar novia algún día. Como si fuera tan fácil...

Un auténtico inadaptado no celebra su cumpleaños. Y si lo hace, debe atenerse a las consecuencias. Puedo contar con los dedos de una mano (y todavía me sobrarán dedos) aquellas fiestas que no hayan estado a punto de acabar en una masacre colectiva: atender a los invitados, poner cara de poker cuando no te gusta un regalo (algo frecuente cuando además de inadaptado, perteneces a una subcultura), controlar a tus sobrinos pequeños para que no te destrocen la habitación, reirle los chistes a tus tios, el ruido, los platos sucios, las felicitaciones condescendientes... No creo que ningún ser humano normal pueda aguantar algo así durante mucho tiempo sin desarrollar pensamientos homicidas. Así que para evitar males mayores, hace tiempo que decidí celebrarlo solo con los amigos. BWA-HA-HA-HA-HA-HA.

¿No pillan el chiste? Soy un inadaptado social. NO tengo amigos. Al menos, nadie que se merezca ese apelativo. Algún día hablaré de ellos, y entonces me darán la razón.

Este año he decidido aceptar mi condición y celebrar mi aniversario como mandan los cánones: en un rincón de un bar, con una bebida en una mano y un cigarrillo en la otra. En completa soledad, rodeado de gente que me miraba con curiosidad y algo de lástima. Como un personaje de novela negra, aunque sin glamour, jazz, camareros con vocación de psicólogo, coristas de ojos verdes y un mafioso sentado en la mesa del fondo. ¿Se imaginan a Phillip Marlow por los bares de Madrid? Daría una imagen patética, la gente le miraría con suspicacia, llamaría la atención allá donde fuera. Son malos tiempos para ser un solitario.

Resulta curioso que en estos tiempos en los que tanta gente afirma sentirse sola, el soltero se ha convertido en una institución social y cada vez se construyen más viviendas unipersonales, tenga tan mala prensa salir solo por las noches. El solitario sigue siendo una figura maldita, casi indisolublemente ligada a la del bebedor, el perdedor o el delincuente. Esta sociedad no admite a los inadaptados, hay que relacionarse o morir. He conocido a mucha gente (yo fui uno de ellos) que forma parte de grupos de amigos que les desprecian, les ignoran e incluso les humillan, sin que ellos se atrevan a decir nada. Cualquier cosa excepto estar solo, ya que según nuestra cultura da la impresión de que la diversión o el entretenimiento son exclusivas de los grupos. La gente no habla en el cine (o el teatro), a veces ni siquiera a la salida, pero es malo ir solo. La gente no se mira a los ojos cuando bailan en los pubs, muchas veces ni conversan, pero es malo ir solo. La gente juega a las cartas en los cafés porque no tienen nada que decirse, pero es malo ir solo. Las parejas viven a veces en completo silencio, sin amor, sin respeto, sin nada en común, pero no rompen porque es malo estar solo.

Se dice que huimos de la soledad para evitar enfrentarnos a nosotros mismos. Y yo me pregunto, ¿y si lo que estamos evitando es descubrir que viviríamos mejor sin aquellos que nos rodean?