7 de febrero de 2005

Crónicas de la ansiedad (I)

TORMENTA

Las tormentas se huelen, se presienten, mucho antes de que aparezcan los primeros relámpagos sobre el horizonte, antes incluso de que gruesos racimos de nubes negras cubran el cielo. Es una incómoda sensación de espera, de tensión en el ambiente, de intranquilidad general; los animales se comportan de forma extraña; un inquietante silencio se extiende desde la lejanía; el sol brilla, pero nadie le presta atención. Y entonces, cuando menos te lo esperas, el caos se desata...

Igual que una tormenta, así llegaban mis ataques de ansiedad.

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En el dossier de cierto centro de Salud Mental de Madrid se afirma que ya soy capaz de controlar mi ansiedad y que, por tanto, no necesito más tratamiento. He sido un actor mediocre en una compañía de teatro aficionado durante 10 años, y he de reconocer no sin cierto orgullo que la mejor actuación de mi vida fue la entrevista que mantuve con mi psicóloga para que me diera el alta. A ver, no me entiendan mal: es muy cierto que gracias al tratamiento que seguí (a comentar en otra entrega de estas crónicas) fui capaz de superar mis ataques, pero también es muy cierto que aún tengo un cierto número de problemas por resolver y que en aquel momento no consideraron importantes. A una psicóloga de la Seguridad Social le importa bien poco que no tengas vida sexual. Yo había decidido mudarme nuevamente a Alicante para empezar de cero y no estaba dispuesto a viajar con frecuencia a Madrid para proseguir la psicoterapia con una persona sin interés en profundizar en el problema; así pues, me presenté ante ella afeitado y con la mejor de mis sonrisas, y salí de allí con mi carta de libertad.

Hace algo más de dos años que terminaron (aparentemente) las malas experiencias que he padecido aproximadamente desde el colegio. Al principio no eran realmente importantes, solamente pequeños accesos de ira o llanto en las épocas de exámenes, que en aquella época no me preocupaban demasiado. ¿He comentado ya que era el clásico empollón? Pues bien, lo era, y hasta los 18 viví una existencia relativamente despreocupada. Solo relativamente, claro; los exámenes siempre te ejercen una gran presión, y a eso hay que añadir que ya apuntaba maneras como inadaptado, no me sentía cómodo con mi pandilla de amigos, no había dado ni un mal beso a una chica (y cuando tienes 16, eso jode y mucho), y me sentía ahogado en un pueblo con una mentalidad tan cerrada. Suerte tuve de que mis movidas no empezaran mucho antes; simplemente, en palabras de mi madre, "mi hijo es muy nervioso".

Todo cambió, de forma radical, cuando llegué a la universidad. Me había librado de mi vida anterior y podía empezar a hacer las cosas a mi manera. Conseguí plaza en la licenciatura que quería y compartí piso con un chico de mi pueblo que estaba como una cabra. Incluso tuve una novia, de forma tan inesperada y sorprendente que incluso a mí me cuesta creermelo (tengo que hablar de ella algún día, es otra sombra del pasado que exorcizar). Sin embargo las cosas no iban a ser tan fáciles como parecía. Para empezar, la carrera resultó ser el punto de encuentro de los cerebrines (o mejor dicho " las cerebrinas", ya que casi todo eran mujeres) de la provincia que se pasaron todo ese primer año compitiendo entre sí por obtener las mejores notas y que tenían más bien poco interés en hacer amigos. Los estudios de por sí resultaron ser más dificiles de lo esperado, ya que se necesitaban conocimientos de un idioma que no había estudiado nunca (el francés) y porque el prestigio de la misma impulsaba a los profesores a exigirnos lo más posible. Además, sin darme cuenta, me estaba aislando de mis compañeros ya que pasaba todo el tiempo con mi chica (tenía que aprovechar, era la primera... y la última) y salía con la gente de mi pueblo que se encontraba aquí estudiando. Hacia el final del curso empecé a sentirme mal y tuve algún acceso de llanto; el proceso había comenzado.

El segundo año de carrera fue uno de los peores de mi vida. Tuve que buscarme un nuevo alojamiento (algo que se repitiría cada curso y de lo que también hablaré en otro mensaje) y me dejé embaucar por una agencia de alquiler de pisos que me sacó un pastón por encontrarme uno. Estaba bastante desesperado y la ansiedad firmó el contrato por mi. Al final conseguí un piso bastante bueno donde quería, pero me tocó encontrar a gente para compartirlo; los ganadores: dos amigas estudiantes de turismo y un impresentable profesor auxiliar de insituto. A partir de cierto mes las discusiones eran casi diarias, primero con ellos y luego también con los dueños del inmueble. Además, cuando comenzaron las clases descubrí que no tenía casi ningún amigo entre mis compañeros y mi ex se había marchado a otra parte. Para rematar la faena, mis compañeros se iban todos los fines de semana y yo me quedaba solo. Completamente solo. No tenía con quien salir ni a quien recurrir. Ahí es cuando comenzaron los verdaderos ataques, repentinos, brutales. De hecho la ansiedad llegó a ser tan bestial que hubo fines de semana que me los pasé casi por completo paralizado de angustia en mi cama o en un sofá, con una manta por encima, tiritando incluso cuando no hacía frio, con el estómago tan encogido que en 36 horas solo comía un yogur y bebía un par de vasos de leche. No se lo deseo ni a mi peor enemigo.

Los siguientes años los ataques fueron apareciendo con mayor o menos frecuencia según las circunstancias. Los primeros dos meses del tercer año de carrera estuve en Inglaterra con una beca Erasmus, y el total aislamiento del entorno con el que había crecido era tan balsámico como aterrador; resultado, más ataques. Al volver compartí piso con un estudiante de biología que tenía novias en todas partes y con un científico ruso que se emborrachaba casi a diario. Además conseguí integrarme con la gente de mi clase y estuve muy ocupando recuperando el tiempo para aprobar todo; resultado, menos ataques. El último año de carrera estuve en un piso con gente con la que realmente me llevaba bien, me enganché a internet y comencé a pasar olímpicamente de las clases; resultado, apenas si tuve ataques.

Después de eso me fui a Madrid y compartí piso con un gilipollas integral que bebía demasiado y que no me guardaba el respeto. Además tuve que pasar por una angustiosa búsqueda de trabajo y después soportar la presión del mismo. Volvieron los ataques y con más fuerza que nunca. Cuando salí de allí para vivir con dos amigos creía que me sentiría mejor, pero seguía presionado en el trabajo y, un día, los ataques se repitieron. Entonces toqué fondo.

Lo más importante de los ataques de ansiedad no son los síntomas, sino las causas. A veces es difícil determinar cual es el motivo que te hace explotar de esa manera, aunque el proceso está bastante claro: el estrés de tu vida o tus circunstancias se acumula en tu cuerpo y en tu mente hasta que no puedes más y lo sueltas todo de golpe. Yo me sentía bastante estresado porque en mi primer empleo se exigía que diera el 120% y nunca se me ha dado bien trabajar con las manos. Para estimularnos, la jefa nos echaba enormas broncas si bajaba el ritmo de producción; incluso los inspectores de la empresa te embroncaban si veían que no lo hacías adecuadamente. Cuanto hijo de puta. En fin, la cuestión es que no fue por culpa del trabajo por lo que sufrí el ataque que me hizo buscar ayuda. La ansiedad me la generaron ellos, de eso estoy seguro, pero el motivo fue el sexo. O mejor dicho, la ausencia del mismo. En aquella época era adicto a los chats, y sobre todo a los canales de sexo. Tenía un grupo de amigos en la red, practicaba el cibersexo de todas las maneras inimaginables e incluso tuve alguna novia virtual. Pero nada era real, yo seguía estando solo. Salía de marcha con mis compañeros de piso, sí, pero no tenía a nadie más. Hacía 4 años de mi única experiencia sentimental y la soledad me corroia el alma.

Entonces ocurrió algo al salir de una boca de metro. En estos momentos no lo recuerdo bien, pero se que está relacionado con la imagen de una chica especialmente bonita, o con un cuerpo extraordinariamente bien formado. Quizás fue solo una camiseta ligeramente transparente o un tanga que se insinuaba por encima de los vaqueros; incluso puede que hubiera intercambiado alguna mirada en el vagón y me hubiera hecho ilusiones, en vano. Soy incapaz de acordarme con exactitud, pero en cualquier caso fue un detalle estúpido y sin importancia. Sin embargo ese detalle se instaló en mi cabeza y comenzó darme vueltas, como si chocara y rebotara en las paredes de mi craneo, transformándose en cada golpe. Noté un calor que surgía de la boca del estómago y ascendía por mi garganta, secándola, y seguía por mi cara hasta querer escapar por las sienes. Corrí a mi piso y vi que estaba solo, lo cual desencadenó todo (jamás tengo ataques cuando hay gente delante). La idea que me había rondado se transformó en una indescriptible tristeza por la soledad en que me encontraba. Algo hizo "clic" en mi cerebro y estallé.

El ardor de garganta se transformó en un llanto desconsolado. Grité.
La cabeza me daba vueltas. Perdí el control de mis actos y mis emociones.
La histeria se transformó en ira y comencé a golpear las paredes. Seguía llorando y gritando.
El corazón mi palpitaba, las piernas dejaron de obedecerme
Caí al suelo de rodillas y lo golpee repetidamente con los puños
Tras 10 minutos de angustia comienzo a controlarme, el llanto cesa
Todo lo que me queda es una incómoda sensación de vergüenza

Tras ese episodio, en realidad igual que muchos otros que había tenido, decidí que las cosas no podían seguir así. Creo que lo primero que dije cuando me puse en pie fue: "necesito ayuda". Superé mis escrúpulos, asistí a la consulta de un médico con quien tenía confianza y le conté lo que me pasaba. No necesitó muchas explicaciones para que accediera a remitir mi caso al servicio de Salud Mental de Madrid.

A día de hoy considero superada esa fase. Una prueba fehaciente de ello es el episodio con la chica sueca de este fin de semana; si me hubiera ocurrido en Madrid, posiblemente me hubiera ocurrido algo como lo descrito arriba. En su lugar todo se resolvió con un sentimiento de infinita tristeza y unas horribles ganas de llorar que no pude materializar hasta que me echó una mano Isabel Coixet. Pero eso también demuestra que mis problemas no se han acabado ni mucho menos. Ahora bien, sabiendo como se que mi trastorno está controlado, y que hay un expediente que así lo afirma, ¿cómo me acerco yo al médico de la SS y le digo "quiero salir con chicas pero mi introversión me lo impide"? O "apenas pude disfrutar de las relaciones sexuales que tuve hace tres años porque estaba demasiado nervioso". O "no tengo amigos porque no se relacionarme con la gente y leo cómics en vez de ir al futbol".

Sinceramente, espero encontrar un trabajo bien pagado pronto para permitirme un psicólogo privado, porque si no lo llevo crudo. O eso, o perder los escrúpulos e irme de putas. Quien sabe, igual si le pierdo el respeto al sexo se acaba la mitad del problema...

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