Los problemas de ansiedad como el mío (sea cual sea, porque nunca se molestaron en definirlo), pese a tratarse de trastornos posiblemente crónicos, pueden y deben ser controlados por el propio paciente. Más o menos es lo que trató de explicarme el impasible psiquiatra que llevó mi caso en el segundo centro de salud mental al que acudí, quien además me repitió hasta la saciedad que debía depender lo menos posibles de las pastillas. Así que, como era de recibo, junto a la nueva medicación (10 mg. diarios de Tranxilium; menos mal que no debía depender de ella...) también se determinó que debía acudir a psicoterapia para definir y atajar las causas de mi problema. Exactamente al revés que en el primer centro. Ese fue el momento en el que empecé a ser consciente de que la psicología no es precisamente una ciencia exacta y que mi cura (si es que la tenía) tardaría bastante en llegar.
Mis sospechas crecieron el primer día que acudí a la terapia. Ya mencioné en el anterior capítulo que el edificio que alberga el centro de especialistas es bastante viejo y está bastante desaprovechado. La salud mental es un tema bastante discriminado por la sanidad pública y es raro que disponga de espacios propios y definidos, por lo que sumado a lo anterior me encontré con que la consulta de la psicóloga estaba situada en la planta de archivos y despachos. La enorme sala de espera solía encontrarse terrorífica y paradojicamente vacía (parece una leyenda urbana: una sala de espera vacía en un centro médico) cuyo silencio solo era interrumpido por las conversaciones telefónicas y el tecleo ocasional que provenía de la secretaría general, justo enfrente. La única presencia humana de la planta era el conserje, que daba palique a la secretaria de vez en cuando, algún médico de camino a su despacho y ocasionales pacientes que venían a presentar quejas y que te miraban con cara de estar preguntandose "¿qué coño hace este aquí?". Y tu sentado en uno de los sillones, repasando mentalmente tus problemas para contarselo a tu terapeuta, sintiéndote cada vez peor conforme recuerdas lo que has pasado, y mirando continuamente al reloj con ganas de largarte de allí cuanto antes. Con ese ánimo, es difícil tomarse una terapia realmente en serio.
No fue lo único que me desanimó en mi primera visita. Ese día la psicologa me atendió a su hora (no se volvería a repetir) con un montón de carpetas en su mesa. ¿Papeleo burocrático urgente? No señores, no, es que no se había leido mi expediente. Muy amable me invitó a sentarse, me preguntó que tal estaba (una coletilla profesiona más que auténtico interés) y me pidió por favor que esperara un momento a que echara un vistazo a mis datos. Genial, pensé. Tras un vistazo rápido comprendió de que iba el tema (seguramente lo habrá visto cientos de veces) y comenzó a hacerme las preguntas de rigor. No recuerdo exactamente lo que le conté ni ese ni el resto de los días, ni tampoco lo que me contó ella, excepto que se deshizo en palabras de ánimo, que me dio un montón de consejos un poco paternalistas y que escribió bastantes nuevas anotaciones en mi expediente.
Algo que siempre me ha mosqueado mucho de mis visitas tanto al psiquiatra como a la psicóloga fueron estas misteriosas anotaciones. Yo contaba a grandes rasgos mi problema, mis síntomas, mi evolución y mis paranoias, y en determinados momentos escribían algo. Cada vez que lo hacías era inevitable que pensara "Dios, ¿que he dicho?", con lo que desviabas la atención de tus propios pensamientos y comenzabas a prestarla a su bolígrafo. No creo que fuera realmente bueno para el tratamiento, puesto que tu mismo identificabas las frases que les impulsaban a escribir y después llegaba darte incluso miedo repetirlas; como si estuvieras en un examen oral y lo que dijeras influyera en la nota. Además mi mente se quedaba con esas frases o palabras aparentemente importantes y después me entraba la paranoia y me psicoanalizaba yo mismo en casa. El psiquiatra lo hacía de una forma bastante mecánica puesto que era el quien abría los expedientes, pero la psicologa acabó por darse cuenta de que le miraba más la mano que los ojos y más de una vez noté que reprimía las ganas de escribir con tal de que no perdiera el hilo de mis pensamientos.
No fue el único elemento de distracción de las sesiones. Tras las dos o tres primeras visitas al psiquiatra, y una vez comprobado que yo era bastante inofensivo, este me trajo una sorpresita: estudiantes en prácticas. En al menos cuatro ocasiones, y tras pedirme permiso, me encontré con una universitaria muy seria sentada al lado del doctor que me miraba con mal disimulado miedo y hasta un poquito de aversión. Era tan absolutamente hilarante que más de una vez tuve que contener la risa. En esas consultas, completamente rutinarias y que básicamente servían para determinar si debía seguir con la misma dosis de Tranxilium o no, solía caer en la tentación de melodramatizar mi problema. Adoptaba una actitud de paciente profesional (como si llevara 20 años acudiendo al centro), lanzaba miradas a la "becaria" para intimidarla y hablaba con auténtica soltura de mis ataques, las pastillas y la psicoterapia. Sobre todo hacía especial incapié en los ataques, a los que normalmente no me gustaba mencionar pero que impactaban mucho en las chicas. Algunas estaban bastante buenas, por cierto. Lástima que a partir de ese momento me vieran como a un loco, pero es que me lo pasaba tan bien...
La psicoterapia avanzaba de manera lenta y además no parecía responder a ningún plan de acción prefijado. De hecho apenas si profundizabamos en el problema en sí. El principal interés de la doctora era que pudiera identificar yo mismo las causas de mi trastorno para después neutralizarlas. Una de la tareas que me encomendó (a la que debo confesar que no hice demasiado caso) fue que llevara en todo momento un papel y un lapiz y que anotara el momento exacto en el que sentía que crecía mi ansiedad. En principio sonaba bastante razonable, puesto que para evitar los ataques antes debía de evitar lo que los originaban. El fallo de su razonamiento es que era también yo quien debía encontrar la solución a estas causas, algo que no resulta lógico puesto que precisamente se correspondían con problemas que no podía o no sabía solucionar por mi mismo y por lo tanto me causaban ansiedad. No es que se desentendiera del tema, la verdad; su principal motivación es que tratara de desdramatizar mis problemas y que me esforzara realmente en encontrar esa solución que necesitaba. Sin embargo, que casi todas las sesiones consistieran en el mismo discurso, con distintas variaciones, hasta que se me metiera en la cabeza que le doy demasiada importancia a las cosas, ayuda pero también cansa. Eso, el que pareciera que no hacíamos progresos y algo que veremos un poquito más adelante.
No se si aconsejado por el psiquiatra o por la psicóloga, se decidió que sería bueno que acudiera a una terapia de grupo de relajación, para aprender a controlar los nervios. Desde el primer momento me encantó la idea puesto que, ya que me había metido en el submundo de la salud mental, quería probarlo todo. Además, como buen friki (de los cojones; saludos señor Jenkins), había visto cientos de terapias de grupo en las películas, tratadas de forma más o menos seria, y me moría de curiosidad por formar parte de uno. ¿Tendría que decir lo de "Hola, me llamo J+MC y soy alcoholi... este, tengo ansiedad? ¿Habría tarjetitas con los nombres, café y bollos, e incluso algún infiltrado, como en los libros del maestro Palahniuk?
He dicho ya que el edificio estaba muy mal aprovechado, ¿no? Pues, por supuesto, no existía ningún lugar adecuado donde se pudieran realizar este tipo de terapias. La verdad es que no se realizaban muchas (tuve que esperar un mes hasta que hubo gente suficiente para crear un grupo), pero ya que eran parte de algunos tratamientos debería existir un espacio para estas y otras actividades, en vez de reunirnos en la sala de preparación al parto. Hablar de tus problemas mentales rodeado de gráficos de vaginas, muñecos con algún miembro de menos y biberones con líquidos de color sospechoso era, cuanto menos, un poco truculento. Pero después de un par de sesiones te acostumbrabas. Además, la gente solía estar lo bastante jodida para preocuparse de los detalles.
El grupo estaba formado en principio por unas 10 personas (en realidad hubo una que nunca vino) y dirigido por dos enfermeras especializadas en el tema. El primer día fueron las presentaciones: uno por uno deciamos nuestro nombre, nuestro problema y la medicación que estabamos tomando. Ni tarjetitas, ni café, ni atriles, y encima en una sala de maternidad (¿no dice Resines que somos diferentes? Pues eso). Ese día me di cuenta, aparte de que veo demasiadas películas, que lo mio no era nada en comparación con los demás. Yo era quien menos medicamentos había tomado, quien llevaba menos tiempo en tratamiento y por supuesto el más joven, por lo que en cierta medida me sentía como un intruso. Sin embargo sus síntomas y sus problemas no diferían mucho de los mios, así que el recelo inicial dio paso a la agridulce sensación de encontrarme rodeado de personas que me comprendían y con las que me podía identificarme. Formaba parte de algo, perseguiamos una meta común. Nunca fui más consciente que en ese momento de tener una enfermedad y estar luchando por curarme. Incluso dejé de lado por un momento mi creciente falta de fe en el tratamiento y me esforcé por aprender lo que nos enseñaban, que no era ni más ni menos que una serie de ejercicios de relajación y de autocontrol que realizabamos tanto sentados como tumbados en el suelo. Aunque esos ejercicios eran dirigidos por una de las enfermeras (la otra se ocupada de anotar nuestros progresos), el objetivo era que pudieramos repetirlos a diario en casa y que los interiorizáramos hasta el punto de usarlos de forma automática cada vez que nos encontráramos en una situación de ansiedad. Debo decir que apenas los repetía en casa, puesto que todavía me medicaba y al hacerlos en la cama tenía tendencia a dormirme. No obstante el control de la respiración adquirido me sacó de más de un apuro, sobre todo en el trabajo.
De la terapia de grupo poco más hay que contar. La diferencia de edad impidió que hiciera amistades y tampoco me pareció muy apropiado. Fue muy agradable (y lo más util de todo), pero solo duró un mes y medio. Y con el fin de esta terapia comenzó la imparable falta de interés hacia el resto del tratamiento. He mencionado ya que la psicoterapeuta comenzaba a cansarme, ¿no? Pues bien, aunque en ningún momento pongo en duda su profesionalidad (aunque quizás si tuviera algo de desinterés), hubo algo que provocó que le perdiera el respeto casi por completo: la impuntualidad. No es que sea un perfeccionista y no sepa perdonar diez minutos de tardanza. En absoluto. Es que, por motivos que jamás quedaron claros, adoptó la costumbre de llegar a la consulta con hasta hora y media de retraso. Y, ustedes me van a perdonar, pero después de pasarte hora y media mirando los mismos cuadros, el mismo conserje y la misma secretaria aburrida (e incluso echándote algunas siesta), a uno se le quitan las ganas de contarle su vida a una funcionaria que te trata como si fuera tu madre. Progresaba, sí, me ayudaba, también, pero empezó a tocarme los cojones. Por otro lado, durante el tratamiento ocurrió algo que cambió completamente la situación en que me encontraba. De trabajar puteado y presionado en un restaurante (bwa-ha-ha-ha) de un centro comercial que se encontraba a una hora de metro de mi casa, pasé a trabajar a un restaurante (bwa-ha-ha-ha) que se encontraba a cinco minutos a pie de distancia y donde tenía bastantes menos obligaciones y ganaba más dinero. Resultado: mi calidad de vida ganó muchos enteros y mi ansiedad se redujo drásticamente. Así que decidí abandonar las pastillas, previo consentimiento del psiquiatra, y empecé a maquinar la forma de que me dieran el alta.
¿Actitud infantil e irresponsable? Puede, pero lo cierto es que en aquellos momentos el tratamiento se aproximaba a una via muerta. Me habían enseñado a controlar mi ansiedad, no dependía de las pastillas y el discurso de la psicologa cada vez se parecía más a un disco rayado. Si no tenía ningún interés en analizar ella misma mis problemas (juro que se rió cuando mencioné que no tener vida sexual me provocaba ansiedad; desde entonces no volví a tocar el tema) y me correspondía a mi analizarlos, frivolizarlos y neutralizarlos, ya no tenía sentido que fuera todos los meses a su consulta a decirle como me encuentro. Para eso bastaría una llamada telefónica y así me ahorraba pasar una hora bostezando delante del conserje. Me costó varias sesiones convencerla, pero por fin lo conseguí en la que, como dije en un mensaje anterior, fue posiblemente la mejor actuación de mi vida. Me había mudado a Alicante y lo último que quería era gastarme una pasta en viajar en tren hasta Madrid cada dos meses para nada. Además era cierto que me encontraba mucho mejor, al menos en ese preciso momento; las cosas han degenerado mucho desde entonces.
¿Necesito volver a tratamiento? Es posible, aunque es dificil determinar la magnitud real de tu problema cuando estás parado y no tienes un puto duro. Con dinero en el bolsillo todo es fácil. ¿Debería olvidarme de la Seguridad Social y pagarme un psicólogo privado? Al menos no se reiría de mi, por la cuenta que le trae. O quizás lo que debería hacer, después de todo, es hacerle caso a mi compañera de piso cuando me dice, muy diplomática ella: "tu lo que tienes que hacer es buscarte una novia que te folle bien follao, y ya verás como se te quita la cara de amargado que tienes siempre". Aunque en vista de mi éxito con las mujeres, lo que finalmente haré será ahorrar para una Playstation Two. Oye, conozco a muchos tios que no se comen una rosca y con la maquinita son felices de la ostia...
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