9 de febrero de 2005

Crónicas de la ansiedad (II)

QUÍMICA


Tranxilium:
Ansiolítico benzodiazepínico de acción prolongada. Actúa incrementando la actividad del ácido gamma-aminobutírico (GABA), un neurotransmisor inhibidor que se encuentra en el cerebro, al facilitar su unión con el receptor GABAérgico. Posee actividad hipnótica, anticonvulsivante, sedante, relajante muscular y amnésica
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Ahí estaba yo, en la consulta del médico, un tanto encogido en la silla de la consulta, sin saber a dónde mirar y pronunciando las palabras más difíciles que existen para un enfermo mental: NECESITO AYUDA. Se dice que cuando eres capaz de admitir tu problema delante de un especialista, ya has resuelto la mitad. Bueno, pues es mentira, pero que duda cabe que es uno de los pasos más importantes que vas a dar en tu vida.

Como ya he dicho, no me costó nada convencer a mi médico de cabecera. Cuentale a cualquier persona que sufres ataques de histeria convulsivos en los que te autoinfliges dolor, y te aseguro que se le quitan las ganas de saber más (esta es una frase muy Palahniuk, ¿no?). Así que en cuestión de pocos días ya tenía una cita para la entrevista previa en el centro de Salud Mental más cercano. Se me hacía bastante raro y me repetía la frase varias veces al día: soy un enfermo mental. He de admitir que tenía gracia, pues pese a la enorme cantidad de gente que padece trastornos psicológicos o psiquiátricos de algún tipo en este pais (como insomnio, sin ir más lejos), persiste en la sociedad un miedo subyacente a los "locos". Y yo había cruzado la línea, ahora era uno de ellos, un loco, un trastornado. Juro que me llegó a encantar la idea; no solo porque en el fondo sea un hipocondríaco (como casi todos los tios que conozco) sino porque de una manera retorcida estaba cumpliendo una fantasía de la infancia: transformarme en un monstruo y poder dar miedo a los que me daban miedo a mí. Que a nadie le sorprenda, puesto que si algún día me psicoanalizaran se pasarían meses extrayendo de mi subconsciente miedos y traumas adquiridos en una infancia de empollón marginado.

La entrevista previa, imprescindible en estos casos para discernir si están ante un auténtico enfermo mental o solo alguien con demasiados pájaros en la cabeza, resultó ser mucho más dificil que pedir ayuda a mi médico de cabecera. Y no por la entrevista en sí, sino por quien me la hizo: una enfermera que estaba buenísima. Contarle tus ataques a un tio con el que incluso tienes algo de complicidad (como buen hipocondríaco, iba a la consulta del médico con frecuencia) no resulta demasiado traumático. Ahora bien, ¿como le cuentas a un pibón como ese que te has arrastrado por el suelo llorando por culpa de un tanga o una camiseta transparente? Huelga decir que tuve que maquillar un poquito los hechos para que me tomaran en serio, pero no hubiera hecho falta. La enfermera, aunque joven y un poquito inexperta, era toda una profesional y consiguió que no me sintiera incómodo en ningún momento. Estuvo a punto de echarlo todo a perder cuando, en un intento porque me sintiera mejor, dijo la siguiente gilipollez:

- No tienes que ser tan duro contigo mismo. ¿Sabes que he pensado cuando has entrado? "Uis, que chico tan guapo, ese para mi". Pero he visto que eres muy joven.

No se que hubiera hecho otro, pero yo estuve a punto de mandarle a la mierda e irme de allí. Una cosa es que quiera levantarme el ánimo y otra soltarle semejante paja mental a un tio que te acaba de confesar que hace 4 años que no tiene relaciones sexuales y se siente terriblemente solo. No obstante me quedé en la silla por mi propio bien y es entonces cuando dijo algo que jamás olvidaré:

- Mira, tu eres así, tímido y callado. Pero, ¿sabes que? No es nada malo. Eres así y vas a ser así siempre.

Estuve a punto de echarme a llorar de felicidad. Llevaba toda mi puta vida escuchando a la gente pedirme que cambie: mi madre, mis amigos, mis profesores, mis conocidos. Todos insistian en que me convirtiera en algo que no podía ser, en la imagen que tienen todos ellos de lo que debe ser una persona hoy en día: fuerte, triunfadora, que no duda en pisar a los demás para seguir adelante. Y frente a todos aquellos que, dandole la vuelta a la frase, no les gustaba mi forma de ser, por fin alguien me decía lo que necesitaba oir: la verdad. Que yo jamás sería lo que querían que fuera, que me estaban presionando para convertirme en sepa usted que ideal publicitario o que me estaban utilizando para realizar a través de mi sepa usted que sueño infantil que ellos no pudieron cumplir. Yo era yo, lo sería siempre, y eso no es malo. Solo por oir esa frase ya mereció la pena haber pasado todo lo demás.

Se me asignó una psicóloga, una señora algo mayor que me trataba con la misma condescendencia que una abuela a su nieto. Todo atención, dulzura y ni una palabra más alta que otra; a veces hablaba casi en susurros. Llegaba a ser algo irritante, pero en esos momentos necesitaba cariño, aunque fuera bajo receta médica. Lamentablemente no duró mucho: como ya he dicho antes, acudí a pedir ayuda al médico con quien tenía más confianza, pero ya hacía unas semanas que me había mudado a otra zona de Madrid y por tanto me correspondía otro centro de salud. Después de un par de sesiones tuve que confesar la verdad y tramitaron el traslado de expediente. Llegaría a arrepentirme de ello, por supuesto.

Mi nueva consulta de salud mental era una simple sección de un centro de especialistas, mucho más grande que el anterior, en un edificio algo viejo y bastante mal aprovechado. No obstante tenía una ventaja: se encontraba lejos del centro y de cualquier posibilidad de ser descubierto por algún conocido. Aunque no lo haya comentado, se da por hecho que no le había informado a absolutamente nadie lo que estaba haciendo. La versión oficial era, según la época, una visita al dentista, al oculista o a hacerme unas radiografías. Aprendí a mentir con bastante eficacia y algunas de esas mentiras se convirtieron en un elaborado guión que tuve que interpretar durante varios meses. ¿Hubiera sido más fácil decir la verdad? Puede que sí, pero entonces habría tenido tanto a mi familia como a mis compañeros de piso pendientes de mis actos, y juro que eso sí que no lo habría soportado.

En mi nuevo distrito primero se veía al psiquiatra y era él quien decidía qué hacer a continuación. Tras la primera entrevista determinó que necesitaba medicación y que sería conveniente que acudiera a psicoterapia. Resulta curioso que habiendo llegado a ponerme ciego de marihuana en la universidad, en ese momento sintiera reparos en tomar pastillas. Vivir para ver. La cuestión es que mantuve un pequeño debate con el médico y al final decidimos que las tomaría para controlar los ataques pero que las dejaría en cuanto fuera posible. Idiota de mí, porque así consiguió convencerme en prestarme como conejillo de indias para un nuevo medicamento que había salido al mercado, uno de esos modernos que combinan ansiolíticos con antidepresivos (vamos, un "speedball" pero en legal). Incluso tuve que rellenar una encuesta en las oficinas para que se pudiera comprobar mi evolución. Supuse que todo lo peor que podía pasar es que no me hiciera efecto.

El primer día que me tomé el medicamento, sentía que me iba a morir. Me levanté con una horrible sensación de malestar, un poco mareado y con nauseas, como si tuviera una gripe pero sin fiebre, toses o esputos; solo el dolor de huesos y una extraña debilidad. Me costó una barbaridad ir a trabajar aquel día, pero finalmente hice acopio de fuerzas y lo conseguí. Cuando llegó la noche e intenté masturbarme para poder relajarme, descubrí que el medicamento anulaba mi líbido. Si no me hubiera sentido tan jodidamente mal incluso me hubiera alegrado, pero eso era la gota que colmaba el vaso. Continué tomandome la medicación unos días más con la estúpida esperanza de que mi cuerpo la asimilara y empezara a encontrarme mejor, pero eso nunca ocurrió. Así que corrí al centro de salud mental y les dije poco menos que podían meterse la medicación por el culo. Me entrevisté con el psiquiatra y en vista de los resultados decidió pasar de experimentos y recetarme un clásico: Tranxilium 5. Amén.

Esa semana hubo un curioso encadenamiento de hechos por culpa de la medicación. Para el que no lo sepa, este tipo de drogas (al igual que otras muchas) no se puede dejar de golpe, sino que hay que reducir la dosis para que el cuerpo lo asimile. El psiquiatra me dio un plazo de unos 5 días para ir dejando el primer medicamento y así poder pasar al segundo. Seguí sus indicaciones durante 2 días... y después me rendí. Estaba harto de esa mierda y quería pasar cuanto antes a la siguiente, así que decidí dejar pasar un par de días sin tomar absolutamente nada para que el cuerpo se limpiara, lo que resultó ser una gran estupidez. Tenía que haberme sabido que algo iba mal cuando el primer día sin droga me di cuenta de que me encontraba un poco mareado, como si estuviera un poquito colocado de hachís. Era incluso divertido, así que no me quise preocupar porque de todas formas tenía el día libre y no corría ningún peligro. Sin embargo no contaba con el "efecto rebote" y al día siguiente tenía turno de apertura en la tienda, el más jodido de todos. Aunque no quiero dar detalles, baste saber que trabajaba manipulando alimentos con unos cuchillos tan largos como mi brazo y que si no movías las manos lo suficientemente rápido no te daba tiempo a preparar toda la comida, con las subsiguientes broncas por parte de la jefa. Era lunes, la gente hacía largas colas frente a la barra y no paraban de llegarme gritos de todas partes. En circunstancias normales incluso hubiera podido dominarme, pero mi cuerpo estaba experimentando el mono de las putas pastillitas experimentales y mi ansiedad se disparó hasta la estratosfera. Resultado, un mal movimiento y me rebané un filete en el dedo índice de la mano izquierda.

Es muy curioso, pero en el mismo momento de mutilarme (estuve a punto de cortarme un tendón) mi ansiedad desapareció por completo. Me vendaron la carne colgando de una forma más o menos chapucera y me dieron la dirección de la mutua. Ya que yo era el único responsable en esos momentos de la comida, los encargados se vieron obligados a ocuparse de todo y por tanto nadie podía acompañarme hasta allí. Mucho mejor así. El corte no había sido tan grave como creía (los dedos siempre sangran mucho) y podía ir perfectamente yo solo en el metro. Y me sentí de puta madre, vagando por la periferia de Madrid en horario de trabajo. Llegué allí, me dieron 8 puntos en el dedo, me lo vendaron e inmovilizaron y me dieron una baja de una semana, que se alargó hasta los 15 dias. Dos semanas de vacaciones pagadas que necesitaba más que cualquier otra cosa en el mundo para poder controlar mi ansiedad sin presiones.

La noche del día de mi accidente comencé el tratamiento con el Tranxilium. Qué droga tan fantástica, te sientes levitar cuando te levantas. Además no tenía obligaciones y con la mano inmovilizada estaba obligado a guardar reposo. 15 días tocándome los huevos y tomando pirulas, un sueño de drogata. No duraría mucho ya que lo dejé con el consentimiento del psiquiatra en cuanto la psicoterapia y la terapia de grupo (a tratar en el próximo capítulo) hicieron su efecto; sabía que ese tipo de medicamentos crean adicción con bastante rapidez y bastante tenía ya con pelearme con el tabaco. Sin embargo, te sentías tan de puta madre...

Todavía conservo un bote casi lleno de pirulas y una receta sin fecha límite para comprar otro si me hace falta (Es más barato que un jarabe para la tos). El médico me dijo que no pasaba nada si en épocas de mucho estrés me tomaba alguna pastilla para tranquilizarme, siempre y cuando fuera algo excepcional. Es extraordinariamente tentador, pero hasta el momento me he resistido siempre. Es curioso, ¿verdad? He fumado bastantes canutos y, aunque nunca haya consumido, me han ofrecido farla y extasis muchas veces. Y, sin embargo, le tengo un enorme respeto a unas capsulas rosas y blancas completamente legales y que tengo todo el derecho del mundo a consumir. Eso te hace plantearte... ¿que es lo que realmente quiere el Gran Hermano que consumamos?

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