2 de febrero de 2005

Elegía a Díaz Moreu

Ya van 40 días desempleado (apenas nada, considerando como está el tema del trabajo en temporada baja) y empiezan a notarse los efectos. En estos momentos me estoy adentrando en mi segundo nivel de ansiedad, que corresponde a la tercera fase de mis épocas de paro: apatía, ligera depresión, falta de iniciativa y mucha, mucha pachorra. Si lo añadimos al hecho de que este piso es una nevera, de poco han servido las indirectas hirientes que me dedicó ayer mi hermana pequeña a propósito de mi descuido en las labores de la casa. Ella tampoco suele hacer nada; sin embargo, como soy yo el que tiene tiempo libre me toca limpiar y poner a punto el piso. Pero estoy divagando. La cuestión es que, para evitar la hipotermia y por no quedarme aquí encerrado como siempre, hoy he decidido dar un paseo por la playa (un pequeño ritual privado, estrenar todas mis zapatillas en la arena) y recorrer mis lugares favoritos de la ciudad. Y es entonces cuando he decidido hacer este homenaje.

Como buen asocial y marginado que soy no puedo disfrutar realmente de lo nuevo, bonito y lujoso, ya que se me antoja demasiado lejano e inalcanzable, o algo que una persona como yo no se merece. Por contra, allá donde otros ven ruina y miseria, yo veo belleza y poesía. Me aproximo con admiración y respeto a todo aquello que el paso del tiempo no ha tratado con justicia pero que aun conserva trazas de un esplendor pasado mucho más auténtico que lo que podemos encontrar en las mismas circunstancias hoy (no en vano, más de una vez me plantee seriamente estudiar arqueología). Me gusta curiosear en el interior de fábricas abandonadas, con los cristales rotos, las viejas maquinarias herrumbrosas esperando ser vendidas como chatarra y sus oficinas vacías con jirones de papel florido colgando de las paredes. Observo en mis paseos los palacetes en decadencia de grandes ventanales, cuyas persianas de madera se agitan furiosamente con el viento, la piedra de sus muros casi inalterable al paso del tiempo, así como las (antaño) lujosas molduras que dejan intuir aún el colorido que lucieron cuando eran hogar de burgueses y aristócratas. Disfruto caminando por el casco antiguo de las ciudades con historia, entre sus calles de trazado imposible, estrechas y acogedoras, dando testimonio de lo que algún día fue vivir en comunidad y que ahora tan solo es un fantasma fugaz que se intuye tras las paredes agrietadas y su ropa tendida a plena vista. Y que decir de esa casa en, creo recordar, la calle Antonio Grillo de Madrid cuya fachada principal fue partida literalmente en dos por una vid trepadora, cuyas hojas en verano casi la cubren por completo. ¿Hay algo más poético que eso?

Díaz Moreu es una vía fea y marginada de Alicante que se encuentra en el barrio de San Antón, prolongación natural de una bajada en línea casi recta que comienza en la calle Alcazar de Toledo del barrio de las mil viviendas, enlaza con General Espartero y continúa por Sevilla hasta desembocar en la Plaza del Hospital. Los motivos de marginación son dos. Primero, es más estrecha y está situada a mayor altura que la calle San Vicente, paralela a Díaz Moreu, más iluminada y que abarca el mismo trayecto. Segundo, que está situada en el citado barrio de San Antón, modesto, no excesivamente popular y bastante olvidado por el ayuntamiento. No obstante es posiblemente uno de los lugares más auténticos de la ciudad, auténtico bastión de la vida tranquila, las casas de no más de tres pisos (por prohibición expresa) y la mezcla de etnias. Caminar por sus calles es transportarte a otro mundo, un pueblo aparte dentro de la ciudad, una sensación que también puedes encontrar en el barrio de Las Cruces o en el Rabal Roig.

Si estas señas de identidad no bastaran para atraerme, además del hecho de que es el trayecto que siempre escojo para llegar a "mi" pub en el casco antiguo todos los fines de semana, Díaz Moreu se está convirtiendo en un callejón Diagon alicantino. Como si de los mundos en fusión de la Crisis en tierras infinitas se tratara, a las casas alargadas de la arquitectura tradicional valenciana se están añadiendo aquí y allá edificios de nuevo cuño, algunos con diseños más arriesgados y otros tratando de mantener un clasicismo y una sencillez que reconcilian ambos estilos. En un extremo de la calle se haya la 321ª comandancia de la Guardia Civil, irónicamente situada frente un edificio de dos plantas que albergaba, hasta hace bien poco, un famoso club de alterne. Pura metáfora. Si seguimos más adelante, tras pasar dos o tres bares al más puro estilo español (trofeos en las paredes, maquinas tragaperras en la entrada, olor a café y fritanga, un solo camarero limpiando eternamente el mismo vaso), nos encontramos con la Asociación Ornitológica de Alicante y su orquesta de trinos y gorgeos, que compiten en magia con la recientemente re-inaugurada (por tercera vez, si no recuerdo mal) librería esotérica Papisa, referente imprescindible del paganismo levantino y que por fin ha encontrado un local en un lugar a su altura. Dejamos atrás al tapicero y al taller de rótulos de neon para admirar la gran fachada del edificio donde se alberga la Casa de Melilla, tratando de hacer sombra al modesto restaurante La Marmita, un lugar íntimo, discreto y escondido que guarda para aquellos que logran encontrarlo una carta con platos realmente exquisitos (y no excesivamente caros, debo añadir). Si continuamos podremos observar el contraste entre los edificios abandonados y los de reciente construcción, contraste que se repite en toda la calle: un bar que no ha cambiado en los últimos veinte años frente a unas oficinas situadas en un sótano, un estudio de arquitectura frente a una panadería tradicional, una empresa de multiservicios rodeado de balcones tras los que, cuando llega el calor, podemos encontrar siempre una cena de amigos, una fiesta gitana, un botellón de universitarios extranjeros, una pareja fumando y escuchando música... Así, finalmente llegamos al final de la calle, en estos momentos en obras, pero cuya esquina sigue ofreciendonos una impresionante estampa del monte Benacantil y el castillo de Santa Bárbara, y que nos recuerda que apenas si nos separa unos metros del Barrio y nuestro destino.

Otros pasarán por esa misma calle y solo verán casas viejas y medio derruidas. Muchos tratan de evitarla porque piensan que es peligrosa. Pero yo, que quereis que os diga, antes me mudaría allí que a la Gran Vía madrileña.

1 comentario:

T-Amal dijo...

Hola.
Gracias por el magnífico recorrido por el barrio y su entorno.
He cerrado mis ojos, bueno sin cerrar, me has transportado allí, a esos lugares que me evocan épocas pasadas de mi vida.
Saludos desde Alemania,
Amal