22 de abril de 2006

Home, bitter home (V) Cont.

THE MAD HOUSE (y II)



Vacas. Lo primero que me viene a la mente cuando pienso en mi apartamento de la Universidad de Sussex son vacas. El campus está situado en medio de una zona de granjas, y todas las mañanas podíamos verlas pastando a través de un ventanuco de la cocina. No sabría decir porqué, pero no las soportaba. Era una escena recurrente: me preparaba el primer té con leche del día, miraba hacia el prado y decía a mis compañeros "I hate those fuckin' cows, I wanna kill 'em all" ("odio a esas putas vacas, quiero matarlas a todas"), los cuales solían reirse bastante con mis instintos bovinicidas.

Cuando hablo de "compañeros" me refiero específicamente al resto de estudiantes extranjeros de la casa, porque apenas si teníamos relación con los foráneos. Sin ellos posiblemente mi estancia allí hubiera sido un infierno. Para empezar apenas si tenía contacto con las otras tres Erasmus de mi clase que había en Brighton, porque a fin de cuentas aquí en Alicante no tenía ninguna relación con ellas. Pero además, cosa extraña en estos casos, tampoco me veía con el resto de los españoles que estudiaban allí. Conocí al grupo principal en una fiesta la misma tarde de mi llegada y la antipatía fue mutua: ellos me cayeron mal a mí y yo les caí mal a ellos, así que procuramos evitarnos en la medida de los posible. Gracias a eso aprendí más inglés en esos dos meses que en los cuatro cursos que había dado en la escuela de idiomas.

A pesar de lo negro que pintaba el panorama, tuve bastante suerte. Desde el principio congenié con mi compañero de cuarto, el malayo, y eso me salvó de pasar toda mi beca en el más absoluto ostracismo. Resulta que este chico era de raza china (el segundo mayor grupo étnico del país), lo cual le hizo trabar inmediata amistad con una gran parte de la comunidad asiática del campus, a los que yo llamaba cariñosamente "la mafia". No obstante él tenía un pequeño grupo propio de amigos, tan extraño que a veces me daba la impresión de estar viviendo en un manga. Consistía básicamente en:

  • El amigo raro - Por su físico y su manera de actuar me recordaba mucho a Brock, el entrenador Pokemon de la serie de dibujos. Muy tímido y con cara de estar siempre en la luna, aunque se ponía a babear cada vez que nos acercábamos a una tia buena...
  • El chino pasota - El malayo iba de vez en cuando a jugar al Go (o algo parecido) con un grupo de chinos que vivía en la residencia de apartamentos más cara de todo el campus (de ahí lo de "la mafia"). Uno de ellos solía pasarse por nuestra habitación, a veces sin tan siquiera pedir permiso, para intercambiarse tebeos con mi compañero. Creo que nunca crucé más de dos palabras con él...
  • La lesbiana cabreada - No se si era por haberse criado en Hong Kong, de la que cuentan que es una de las ciudades más estresantes del planeta, pero la cuestión es que esta chica se salía de cualquier esquema. A sus 14 años era lesbiana confesa, casi tan alta como yo, fumadora empedernida de tabaco mentolado y practicante de Kendo, además de tener muy mala leche...
  • La japonesa tontita - La conocimos más o menos un mes después de mi llegada. Tenía 24 años, estudiaba arte (o algo así) y parecía bastante cortita. No se realmente cuánto había de educación, cuánto de timidez y cuánto de falta de entendederas en su comportamiento, pero básicamente se dejaba llevar como una cria pequeña. Y solíamos arrastrarla a nuestras fiestas, porque la condenaba estaba bastante buena. Recuerdo una anécdota bastante graciosa al respecto: el malayo, el indonesio, su novia y yo estábamos hablando sobre una cena que íbamos a preparar el fin de semana. La chica preguntó si íbamos a invitar a la japo, a lo que los tres chicos respondímos al únisono y con una sonrisa bobalicona: Oh, yeah!

Prácticamente toda mi vida social giraba en torno a ellos, entre los que el indonesio y su novia también se hicieron habituales. Íbamos juntos a los clubs del centro de Brighton (gratis en su mayoría para los estudiantes entre semana) y también organizábamos fiestas en el mismo apartamento. Recuerdo en especial una que surgió casi de forma espontánea, cuando el malayo y su amigo raro decidieron comprar bebidas y aperitivos en previsión de una fiesta. Empezaron a probar combinaciones extrañas de licores (crema de plátano con SevenUp, por ejemplo), nos animamos, se hicieron un par de llamadas y cuando nos quisimos dar cuenta había un botellón de unas 10 personas en nuestro dormitorio...

Además de esas fiestas típicas de Erasmus al malayo le preocupaba mucho mi patente asocialidad (a lo que contribuí en gran medida por mis continuas quejas sobre la falta de sexo). Es por eso que procuraba llevarme a cualquier reunión a la que le hubieran invitado para ver si así conocía a más gente, como cenas típicas chinas o incluso una de sus partidas de Go (o lo que coño fuera eso). Pero hacer nuevas amistades no era precisamente fácil, ya que como he dicho eran en su mayoría asiáticos y la barrera cultural solía ser demasiado grande. En vista de que esa estrategia no tuvo demasiado éxito, o más bien ninguno, urdió una conspiración con la lesbiana cabreada para que me enrollara con la compañera de apartamento de esta. Sin embargo, a pesar de que fue una de las pocas inglesas simpáticas que me encontré durante esos dos meses (que ya es decir), no hubo el más mínimo atisbo de chispa por parte de ninguno de los dos.

Me lo pasé muy bien, no lo puedo negar. Los clubs, las fiestas, las cenas, las películas, los libros, las interminables sesiones de internet, las partidas de bolos, las conversaciones hasta altas horas de la madrugada, las falsas discusiones en el idioma del otro (él me enseñó a mi a insultar en malayo y yo a él en español). Y casi todo se lo debía al "yellow bastard" ("cabrón amarillo"), como le llamaba en broma a sus espaldas. También quedé en alguna ocasión con la francesa y sus amigos, aunque estos eran poco juerguistas; incluso llegué a salir con los ingleses al principio de mi estancia, cuando aún nos podíamos soportar unos a otros. Es la máxima del Erasmus: disfrutar todo lo posible mientras estés allí a costa de la Unión Europea.

Pero no todo fue diversión. La principal razón por la que quería irme al extranjero era para alejarme de todo lo que había conocido hasta ahora y comprobar si podría salir adelante por mí mismo, sin voces en mi cabeza que me dijeran lo que tenía que hacer. Sin embargo eso que tanto había deseado tenía dos caras; la sensación de soledad y desamparo que me inundó nada más llegar fue brutal. Apenas un día después de dejar las maletas ocurrió un incidente sin importancia que provocó que me pasara media tarde llorando. Aún no era consciente, pero por aquel entonces mi ansiedad ya estaba descontrolada y mis emociones parecían una montaña rusa. Y la difícil convivencia con los ingleses no ayudó a mejorar las cosas. La chica era una completa cerda y su absoluto pasotismo por los temas de la casa se acabó contagiando al hooligan, con el que tuve momentos bastante tensos porque siempre tenía el fregadero lleno de platos sucios y en vez de limpiarlos usaba los de los demás. Se que en la tele las discusiones que tienen en la casa de Gran Hermano parecen ridículas, pero os aseguro que yo lo he vivido...


No obstante tenía otras cosas de las que preocuparme. Ya he contado que llegué a un acuerdo con mis padres para que ese viaje no les costara nada o casi nada de dinero, razón por la cual decidí buscarme un trabajo mientras estuviera allí. Los estudios me dejaban tiempo de sobra, qué duda cabe. Así que me dirigí a la agencia de empleo de la universidad para ver qué podían hacer por mi y en un tablón vi el anuncio que podría haberlo cambiado todo. Resulta que en Hove, localidad separada de Brighton por tan solo una calle, existía una empresa dedicada a traducir y corregir traducciones de videojuegos, y en ese momento necesitaban gente. Pasé de la agencia, me presenté por mi cuenta y tras hacer una prueba y una entrevista decidieron contratarme como colaborador ocasional. El trabajo era el sueño de todo traductor novato y de todo friki. O sea, mi sueño: ni más ni menos que jugar durante todo el día al videojuego que tocara analizar para buscar los fallos en su traducción, hacer un informe y corregirlos. ¡Cobraba 8€ la hora por hacer algo para lo que los demás pagaban! Era el paraiso, ya no solo por el trabajo, sino por el ambiente que se respiraba en el mismo: el arquetipo de empresa "puntocom" donde los empleados no llevaban corbata, no había máquina para fichar, el ambiente era siempre distendido, todos eran jóvenes y el jefe jugaba al Quake contra el resto del personal en los descansos del bocadillo.

A pesar de la ansiedad, de las discusiones con los ingleses y de una inoportuna torcedura de tobillo, puedo decir que allí era feliz. Pero el final inevitablemente tenía que llegar, e incluso mucho antes que los demás Erasmus, ya que por algún motivo que nunca pude entender mi beca solo cubría el primer trimestre. Ergo, en diciembre me tenía que volver a España. Así que cuando se aproximaba la fecha tuve que tomar una de las decisiones más difíciles de mi vida: volver y seguir con mi vida anterior, o romper con todo y aprovechar las oportunidades que se me habían presentado en Inglaterra.

Podría haberme quedado, desde luego. Tenía el trabajo de mis sueños, me defendía muy bien con el idioma, me gustaba estar allí (incluso me acostumbré a la comida) y además tenía el apoyo de mi compañero de cuarto y su red de relaciones sociales. Joder, ¡incluso le encontraba cierto morbo a las inglesas!. Aunque hubiera sido difícil al principio, no creo que hubiera tardado mucho en encontrar un cuarto en la ciudad y conseguir mis papeles. Nada me aseguraba que funcionara, pero estaba en una encrucijada existencial, en uno de esos momentos que lo pueden cambiar todo para siempre. Y me rajé. Me llamaron del Ministerio de Educación para decirme que debía presentar cuanto antes un contrato de alquiler si quería recibir la beca del estado y me entró miedo. Miedo de suponer un lastre económico a mi familia en caso de salirme mal la jugada; miedo a que mis padres no supieran entender el motivo de vivir tan lejos de ellos; miedo a que dejarme la carrera a medias me perjudicara en el futuro.

El miedo ganó, así que hice las maletas y me marché tras una última noche de juerga, dejando atrás muy buenos recuerdos, anécdotas, sueños y amistades. Qué duda cabe que si hubiera sabido como se iba a desarrollar mi vida unos años después las cosas hubieran sido muy diferentes...


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4 comentarios:

Dr.Benway dijo...

Pues le envidio por tan geniales experiencias, yo no he podido vivirlas (bueno viví en inglaterra un mes, pero de otro plan), como dijo alguien: No llores porque acabó, sonríe porque sucedió.

Steam Man dijo...

Hmmmmmmmmmmm, el Sr. Joda habla muy profundamente sobre el miedo y hacia donde nos lleva...

No sé, saludos desde aqui. Quizás quemar algo solucione algo, bonito fuego purificador.

El inadaptado dijo...

Tengo muy buenos recuerdos de aquello, pero uno no puede menos que preguntarse... ¿y si me hubiera quedado?

Chinasky dijo...

Lo mires como lo mires, la pifiaste. A mi me pasó parecido pero en Finlandia. Aquí no era nadie, allí el Rey del Mambo. No tuve un curro como tú, pero debí haberme movido más. Al mes de estar en España todo mi buen rollo nordico se esfumó.

Hay que apechugar y seguir p'alante. No queda otra.